domingo, 13 de marzo de 2011

La caja tonta


- ¡¡Esto es un robo!! – gritó furibundamente Casimiro.

Un Casimiro, que como casi siempre, estaba viendo un partido de fútbol en la televisión. De hecho, no era difícil volver a dar con él si algún día se perdía. Solo era necesario encender el aparato, y que estuvieran emitiendo, por ejemplo, un Real Madrid – Bayer Leverkusen, y acudía presto cual rata al sonido de la flauta de Hamelín. Era el mismo efecto que el de mandar una llamada perdida a un móvil para saber en qué bolsillo, de qué prenda, o en que cajón, de qué armario, o de la mesita de noche, se habría quedado olvidado.
Y es que con Casimiro, cualquier llamada, a través de las ondas hertzianas, o pura y llanamente por medio del aire mismo, acababa siendo una llamada perdida. Y si no, que se lo preguntaran a Gely, su esposa.
Nada de especial, uno se podría decir.
Ignorar el mundo circundante, era si acaso la menor de las consecuencias de su brutal apasionamiento. Él, de hecho, se despachaba insultando a un árbitro, el que fuera, descargando sobre este, sobre su diminuta silueta pixelada en la pantalla, toda la basura que hubiera acumulado durante su áspera y monótona jornada laboral, y, a partir de ahí, toda su angustia existencial, con sus intereses de demora, su faltante para con la vida, y la propia estima de sí – todo - quedaba pagado.
Sea como fuere, la forma en que esta vez Gely percibió ese alarido, y pese a estar ya de sobra inmunizada al respecto, sería bastante diferente. Esta vez, habría hecho tanto destrozo como una esquirla perdida, a la que ningún chaleco antibalas forrado de kevlar, hubiera podido oponer resistencia.
Un proyectil que entró en su corazón, perforándolo de parte a parte. O si acaso en sus sesos, vaciándolos sobre el embaldosado de la cocina, y dejándola a solas con un único pensamiento en mente.
Pensamiento que tal vez siquiera pudiera ser catalogado de tal. Como mucho, el residuo de un impulso eléctrico, atrapado entre dos neuronas, cual carnecilla entre los dientes.
“La vida si que es un robo”, se repetía así una y otra vez.
Y seguramente… Seguramente no le faltara razón.
Muy probablemente la vida sea un robo en sí misma. Robo con intimidación o estafa, qué más da.
Gely tenía unas ganas horrorosas de llorar, pero ni para eso disponía del ánimo suficiente.
Sentía que el tiempo iba sisándole la vida poco a poco, e idénticamente a la inversa, como la vida, esa vida de entrega perenne a los demás, le iba robando el tiempo, su tiempo… El poco tiempo que le quedaba, en su postrer estertor de lozanía.

Una Gely que había probado de todo para recuperar la atención, que ya no el amor, palabra demasiado inflada y jactanciosa, de su marido. Videncia, cursos de cocina, pilates… Incluso habría tonteado con un adolescente de su mismo edificio, mismo bloque y mismo portal, con la idea de despertar en Casimiro algún pudor viril, que le llevara a sentirse algo celoso. De hecho, con algo hubiera bastado.
Pero Casimiro ya no era Casimiro. Era ya cada vez más, y casi únicamente “Zico”, su apodo de juventud, de cuando jugaba al fútbol en el equipo de su barrio. Nombre por el que se referían a él todos sus excompañeros, y que con cada nueva pachanga de futbito concertada, y a fuerza de tanto repetirlo, cobraba más y más valor de ley.
En realidad a “Zico” le importaba un rábano que Gely invitara a aquel muchacho a casa, y que le ofreciera refrescos, zumos… O que le preguntase sus dudas sobre Internet. Tanto le daba que le tomara la lección, con la ayuda de la Wikipedia, como que jugara con él a los médicos.
El efecto de verlos uno al lado del otro arrimarse a la pantalla del ordenador, apenas removía en su espíritu poco más allá de una fofa indolencia.

Y de nada sirvió que Gely forzara la nota con el párvulo adolescente. O por el contrario, si tuvo algún efecto, pero en absoluto el deseado.
Una tarde, el susodicho púber, ansioso de poder por fin concretar sus expectativas con una mujer madura y experimentada de la que, él se barruntaba, mucho podría aprender bueno, bonito y barato, no pudo por más tiempo refrenar sus apremios, y aprovechando que ambos, como tantas otras veces, habrían coincidido en el ascensor, se lanzó al abordaje.
Hay que decir en su descargo que era verano, que Gely, a sus casi cuarenta y pico años seguía aún siendo Gely, o que, por más detalles, el sudor perlaba su piel voluptuosamente, y que toda su feminidad, en perfecto estado de uso, quien sabe si precisamente por el desuso, rezumaba con la incontinencia de una potranca por desbravar.
Todo esto se podría esgrimir como atenuantes, pero nada de ello le aliviaría el enorme peso del bofetón que, al pobre infeliz, le fue descargado en sus morros.
Bochorno grande, el de aquel día. El ascensor moviéndose como loco, queriendo, por unos segundos de infinito repeluco, como salirse de sus goznes y caer al vacío.

Aquella experiencia, sin duda, fue la parte y el todo a la hora de desaconsejar a la pobre Gely el emprender futuras acciones de similar envergadura. Digamos que aquella ventana abierta al abismo de lo pasional, de aquellas tórridas tardes estivales, quedó ya para siempre tapiada.

Viviría pues a partir de entonces resignada, y entregada en su totalidad al cuidado de los críos, en los que pondría toda su alma, y al mismo tiempo su despecho.
Una Gely que vencida, baqueteada hasta la nausea, aburrida de su suerte esquiva, no haría sino ingerir, deglutir y en resumidas cuentas, atrapar cual agujero negro, cuantas golosinas y dulces cayeran en su campo gravitacional.

En esas estábamos pues, que Gely no hacía más que pensar en esta deriva suya de nuevo cuño, cuando de pronto un nuevo exabrupto, esta vez un gol, volvería a turbar su ya maltrecha paz interior.
Y solo entonces, en medio de la histeria y el desconsuelo, pudo a duras penas acordarse de la caja de bombones, de una caja de bombones, que el día anterior se había traído consigo de la pastelería de la esquina.
Buscó por toda la cocina sin éxito. Ella sabía que se había zampado media caja, con lo que por lo tanto, la otra media debería seguir por ahí, en algún sitio esperándola para recibir de ella una muerte digna. Un final indoloro, con el dulzor de la anestesia llevándosela en volandas. Pero la condenada no aparecía.
Y no apareció hasta que por fin, Gely, osó mirar en donde menos quería, en el cubo de la basura.
Allí yacían sus restos. Las cenizas mortuorias de aquellos delicados bombones, que en la forma de arrugados papeles y plásticos, de brillos nacarados y revestidos con enaguas de aluminio, daban fe y testimonio de una brutal y salvaje ignominia. Alguien, sin avisar, se los había cepillado. Y ese alguien no podía ser otro que Casimiro. O “Zico”, si se prefiere.

Gely estaba desconsolada. Esa era su medicina, la única medicina posible a su mal, y justamente el causante último, el agente patógeno, y su glotonería, estarían detrás de su desvergonzado expolio.
Sí, “Zico”, había vuelto a actuar, una vez más a hurtadillas. Sin decir esta boca es mía, sin preguntar ni pedir permisos a nadie. Su modus operandi habitual.
Por supuesto la primera reacción de Gely, fue la de correr a la sala de estar y agarrársele de los pelos, de los pocos pelos, que le brotaban de su infértil cráneo.
Pero hubiese sido demasiado descabellado, valga la expresión.
Ella, en adelante, debería comportarse de la misma manera sutil y ruin con la que él se manejaba. Nada hay, de hecho, más terrible para con alguien tan cretino, que devolverle en sus propias carnes, y en la misma medida, sus artificios de trilero.

Bajó pues Gely, al supermercado de enfrente, y ni una palabra dijo de ello a Casimiro. Allá él y su ecosistema cerrado. Nada saldría de sus labios. Ni si voy, ni si vengo, ni si he bajado a por tabaco. Nada. Apagón informativo.

Iba a ser, de ahí en adelante, más respetuosa consigo misma, y menos con el merluzo que tenía congelado en casa. Se iba a querer más, sin mortificarse con preocupaciones acerca de sus cartucheras, sus flotadores o el cuello de pavo. Casimiro no merecía, y menos aún “Zico”, tantos desvelos, ni tantos ayunos, ni tanto Ramadán.

Planeaba pues adquirir una cajita de bombones, y con ella darse un festín “mini”, más que nada por el antojo, y pues solo se trataba de ajustar pequeños desequilibrios emocionales a base de bien medidas dosis de azúcares industriales, sin tampoco excederse demasiado, cuando de pronto, ante sus ojos se topó con una caja de tres pisos de pastas surtidas, marca Gourmand, conocida en el mundo entero por la calidad y lo refinado de sus productos.
Atrás quedaban los bombones del día anterior, o los bollos preñados que, de camino, habría visto en la confitería de debajo de casa. Aquella caja de tres pisos, superaba a toda otra fuente de placer imaginable. Era asegurarse el suministro, para toda la semana, de sustancias sustitutivas de esas, de las que se secretan en no sé qué glándula inconfesable.

Pero, por desgracia para ella, no todo iba a ser llegar y besar el santo. Una complicación surgiría en llegándose hacia las cajas.
De hecho solo había una caja abierta, y detrás de ella una cola inmensa repleta de caras conocidas. Estaban la vecina del quinto, enemiga declarada, y de cuyas envidias ella era objetivo prioritario, la mujer del excomisario, muy peripuesta señorona y también muy dada a mirar por encima del hombro a todo fiel cristiano, y de furgón de cola, un señor mayor, el cual era también asiduo del local, entregado como ya era en él costumbre, a su afán por intimar con las cajeras, o si se terciaba, con las clientas. Un viejo verde, vamos.
Si bien, con ser todo esto malo, lo peor era que en lugar de la dulce y tierna Mari Luz, nada acomplejada chavalilla, a pesar de padecer una obesidad y un hirsutismo severos, les atendía una empleada nueva, estúpida y creída como ella sola, y con la que ya desde el primer día Gely no había tenido buena sintonía. Una tal Sandra. Soez y barriobajera a más no poder. Pintada como una mona y con un buen puñado de chatarra, en forma de alcayatas y colgajos, asomándose al vacío desde los rincones más inusitados su anatomía.
Una individua que, era ver acercarse unos pantalones a sus dominios, y se desabrochaba un par de botones de la camisa. No más, si eso, que qué se viera la lencería de encaje en la que invertía los cuatro duros que ganaba. Pero que el cliente no se fuese indemne, eso por descontado, del ardiente cruce de miradas. Lo suyo, de hecho, era la provocación constante.

Obviamente, Gely ya no podía seguir en marcha con su plan. Debía abortarlo. No por nada, pero al igual que ciertas alimañas son capaces de oler el miedo, hay algunas mujeres que pueden también oler la tristeza en las otras, y aquella voluminosa caja de pastas, esa es la verdad, dejaba tras de sí un rastro inconfundible.
Era pues que todo se había complicado sobremanera.
Evidentemente Gely hubo de devolver la caja de tres pisos a su estante en el lineal, y resignarse a salir de allí, del súper, con las manos vacías, pues ni siquiera una mísera tableta de chocolate blanco podría verse libre de delatarla.
A los ojos de Sandra, todo síntoma de debilidad, por pequeño que fuera, quedaría magnificado hasta hacerse casi, y sin casi, moralmente incapacitante. Ni dudar se debe pues de que Gely debía huir, por todos los medios, de darle esa satisfacción. La satisfacción de ponerle en bandeja una humillación que ambas se buscaban, tiempo ha, y sin ninguna conmiseración, la una de la otra.

Desgraciadamente, con ser buena la solución de urgencia, no pararía ahí la cosa. Y es que, por más que Gely se esforzara en hacerse a la idea, su estómago, y en general su cuerpo, demandaban aquella remesa de azúcares industriales a punta de bayoneta.
Ideó, pues, a salto de mata, un plan B. Un plan B este, que sería de todo menos el resultado de la reflexión serena y lógica de una mente racional.
Gely, que nunca había pasado por otra cosa que por una ciudadana modélica, cometería un acto delictivo, tan solo un pequeño pillaje, tal vez, pero lo suficiente como para traspasar esa delgada línea roja, que separa el bien del mal.
Sea como fuere, era la única forma de sacar de allí sin ser detectada, una cajita, una minúscula cajita de bombones, que sirviera a un tiempo, para preservar su dignidad y para apaciguar las caóticas revueltas de sus entrañas.

Allá se fue pues hacia las cajas con el cuerpo del delito bien resguardado dentro su bolso, cuidándose bien de camino, eso sí, de llenar de otros productos su cesta, no importa cuales, papel higiénico, un cartón de leche, yogures, cosas que siempre hacen falta, de manera que le sirvieran de coartada.

Nada hacia sospechar que a una mujer reconocidamente solvente, cumplidora de toda la vida con el séptimo mandamiento, además de buena clienta del establecimiento, se le fuese a cruzar el cable de querer llevarse algo sin pagar, pero, como ya he dicho antes, en aquel día y en aquella hora trágica, la cajera no era la cándida Mari Luz, sino la pérfida y malencarada Sandra.
Y debía ser además, que en esa tarde fatídica, tampoco esta se hallase de muy buen café, estando su novio, como estaba, con sus amigotes también viendo el partido de marras, y del cual, había afirmado categóricamente, solo sería privado pasando por encima de su cadáver.

Fue pues poner un pie en la línea de cajas, que ya la mirada de ambas mujeres se interconectó por medio de una violenta descarga de electricidad estática. Y así que Gely hubo posado en la cinta la última lata de anchoas, y hubo desenfundado el monedero, Sandra, ni corta ni perezosa, y con voz marcial, la exhortó a que le mostrase el contenido de su bolso.

- ¿Cómo mi bolso? ¿Quién te crees tú que eres para decirme que te abra el bolso? ¿Acaso me estás llamando ladrona? ¡No me da la gana! – respondió Gely, muy alterada.
- ¡Atención! Seguridad, acuda a Caja 3 – tiró entonces Sandra de megafonía.

El supermercado entero volvería la vista hacia la zona de conflicto.

- ¿Seguridad? – insistiría Sandra, modulando la voz en un tono sutilmente más irritado.

Pero el segurata no comparecía. No debía haber en ese momento ninguno de servicio.
Entretanto la tensión en el ambiente casi se cortaba con un cuchillo. Gely aferrada a su bolso, la hilera de productos en fila india sobre la cinta transportadora, y en general la clientela atrapada en un monumental atasco que, en cualquier caso, se dispensaba por el morbo y el suspense de los actos y vindicaciones puestas en litigio.

Solamente tras un par de eternos minutos, acudiría a la zona Trini, la encargada de la zona de perecederos, pescadería, carnicería, etcétera… Erigida, a voluntad popular, en respeto a las canas, y por ser la máxima autoridad en funciones del supermercado, en remedo del sabio Salomón.

- ¿Qué sucede? – inquirió Trini.
- No me quiere mostrar su bolso – protestó Sandra, con voz áspera e hiriente.

Sin duda esperaba que Trini, la conminase también a hacerlo, no dejándole otra escapatoria que salir huyendo por la puerta, cual rata de alcantarilla, y para nunca más volver, o que accediese a revelar, lo que ella de alguna manera ya había atisbado por los espejos convexos, estratégicamente situados, del local.
Pero la resolución de Trini dejó pasmados a todos los presentes.

- Esta señora es una de nuestras mejores clientas, y yo pongo la mano en el fuego por lo intachable de su conducta. Es más, tal confianza tengo, y tal es la medida en la que la respeto, que de ninguna manera me atreveré a dudar de su honradez, y poner en entredicho su buen nombre. En consecuencia, me opongo a que este bolso sea abierto, y yo misma, la acompañaré hasta la salida, en defensa de la inviolabilidad del mismo.

Los sudores, las palpaciones, el enorme sofoco de Gely, apenas cejó en todo aquel embarazoso, embarazosísimo, instante.
Pagar, de hecho, la compra, con todos aquellos ojos pendientes de sus temblorosas manos, fue un auténtico calvario en el que, se quiera o no, quedaría implícitamente expuesta su culpabilidad, y con el que penaría, holgadamente, su delito.

Ya una vez fuera, y así que Trini le hubo restituido su bolso, Gely se derrumbó.

- Yo… yo no lo he hecho por mal. Aquí está el dinero, tres veces, diez veces más para pagar mi falta – imploró Gely.

Una Gely vigilada a distancia, desde su puesto dentro del local, momentáneamente transmutado en nido de ametralladoras, por una Sandra, a partes iguales, envalentonada y burlada.
Una Sandra incapaz de leerle los labios a Trini, su superiora, pero que intuyó que debió decirle a su eventual rehén algo así como “vete y no peques más”, o si no muy parecido, para su recelo y rabia.
Sin duda se había quedado con la miel, o en este caso con la carroña, en los labios. Pero tampoco Gely habría salido demasiado bien parada del incidente. Su imagen, ante Trini, ante el súper, del que ella era, metafóricamente hablando, poco más o menos que un miembro de su junta de accionistas, habría caído por los suelos. Su reputación, mismamente, a la altura del agua de fregar.

No fue sino al cruzare con la primera papelera pública, que Gely, llorando como una magdalena, y en repudio de su acéfala enajenación, arrojó la absurda caja del no menos absurdo pecado, y se deshizo de ella.
Al llegar a casa su cara era un poema. ¡Cuanta falta le habrían hecho en ese momento los brazos de Casimiro, arropándola!
Pero hubiera sido empezar a contarle algo, y que la mandara callar, o que se riera de ella, o peor aún, que se pusiera de parte de la infecta Sandra, y que le diera a esta la razón, aún cuando en realidad la tuviera.
Pero a quien se encontró, y en la misma posición que lo dejó, absorto de bruces contra la pantalla del monitor de televisión, fue al inefable “Zico”. No menos infecto personajillo.

- ¡¡Tres goles de Fabiano Romualdo!! – le espetó nada más verla, con esa especie de sonrisa bobalicona tan suya, y que le transformaba los rasgos de su cara en los de un chimpancé ebrio de absenta.

Bastante le importaban a ella las estadísticas de semejante memez.
Trató en cambio, y aún a sabiendas de lo dificultoso de la acción, de contarle lo que, no hacía ni unos momentos, le había sucedido en el supermercado, pero su intento fue recibido con la habitual displicencia.

- Luego. Luego me lo cuentas, que ahora está el partido al rojo vivo.

Lo de siempre.
Todo era importantísimo a la hora de deshacerse de ella, de quitársela de encima.
¡Y la tonta de ella que incluso habría, días atrás, especulado con la idea de sorprenderle con una cena romántica!
Miró entonces al suelo, a la mesita, al sofá, y al verlo todo lleno de restos y cáscaras de aperitivos, así como de lamparones de cerveza, ya no pudo evitar que le hirviera la sangre.
Corrió pues al trastero y se trajo consigo la aspiradora. Era o limpiar o morir.
Enchufó el aparato a la red, y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, comenzó a embestir con él los pies de “Zico”.

- ¿Pero qué estás haciendo? – se quejo este, por supuesto de forma inaudible, en medio del estruendo.

Gely seguía a lo suyo.

- ¡Pero no ves que no me dejas oír la tele! – alzó aún más la voz, un Casimiro a medio camino entre la extrañeza y el fastidio.
- Esto está como una pocilga.
- Vamos, Gely. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no lo dejas para más tarde?

Casimiro trató en vano de arrebatarle la ruidosa máquina.

- ¡Suelta! – bramó su esposa.

Pero Casimiro no estaba por la labor de contemplar como le arruinaba los últimos minutos de unos octavos de final de la Champions, con tanto en juego.
Se desató por tanto un forcejeo entre ambos, que sin ser demasiado violento, haría que se temiese por la integridad de algunos jarrones, portarretratos y otros adornos caseros. Con todo, la peor parte se la llevaría la aspiradora, de ningún modo concebida para soportar aquellos tirones y golpeteos.
Fue así como, finalmente, Casimiro se centró en el cable que la conectaba al enchufe de la pared, y tiró de él con decisión y sin amaneramientos.
Esa era la clave. Iba a ser la forma más rápida de acabar con tanto jaleo, y tanta turbamulta, y, a fe, que de qué manera…
El fogonazo que pegó fue tal que toda la instalación se vino abajo, dejando el piso sumido en la oscuridad más absoluta, sin corriente eléctrica, en sepulcral silencio y con un penetrante pestazo a plástico chamuscado, que por unos segundos les helaría a ambos la sangre.

- Mira, so tonta, lo que has provocado.
- ¿Qué ha ocurrido?
- Pues que ha habido un cortocircuito. Todo por tu imbecilidad.
- Culpa tuya y de tus cerdadas.

La discusión que tuvo lugar huelga ser referida aquí. Durante unos minutos Gely y Casimiro se dijeron cosas, muchas cosas, no bonito, ni ricura, precisamente, pero afortunadamente la sangre no llegaría al río.
Eran además casi las diez y media – once, y la catástrofe energética estaba ahí, sin solución a la vista.

- Yo no tengo ni idea de cómo arreglar esto. Será mejor esperar a mañana y llamar al electricista – se excusaría Casimiro, todo lo contrario a un manitas en cuanto a sus habilidades reparatorias de artilugios domésticos.
- Será mejor que vaya a por unas velas.
- Sí, será mejor – gruñó un Casimiro, que sabía que, por mucha prisa que se diese, ya no llegaría a tiempo a un bar para ver el final del partido.

Nada hubiera hecho presagiar que el día, o casi mejor decir la noche, hubiera acabado así para Gely, cenando con su marido a la luz de las velas, como cuando todavía eran novios y se profesaban mutua adoración mediante el intercambio de interminables parrafadas. Sin duda una más de las bromas del destino, pues Casimiro estaba de un humor de perros, y “Zico” ya no digamos. Desde luego en modo alguno el caldo de cultivo perfecto para plantar la semillita de una de aquellas extintas conversaciones de antaño.
Pero por intentarlo nada se pierde, pensó Gely, y allá se lanzó con un tema cogido al vuelo, que no recuerdo ahora bien si fue el del ahorro energético, el velo islámico en las escuelas, la retirada de los crucifijos o la de las aguas del mar Rojo.
Un tema que tampoco recuerdo si despertó algún interés en Casimiro, capaz de sacarlo de su prolongado letargo neurológico. Pretensión en cualquier caso harto ambiciosa.
Y puesto que he de reconocer que la memoria me falla, y que no podré relatar aquí si la cosa terminó en fumata blanca, o bien, como el rosario de la aurora, me perdonaréis que deje de vuestra mano el idearle un colofón a este trasnochado folletín de opereta. Uno que se ajuste a vuestro estado de ánimo, o mejor aún, al de vuestra pareja.
Porque tú misma, o tú mismo, podrías ser Gely, o Casimiro… O “Zico”.
Al fin y al cabo, nos guste o no, todos somos hijos de la televisión.

3 comentarios:

Merce dijo...

Yo a Casimiro me lo imagino yéndose a dormir y roncando como un oso, como en él es habitual.

A la mañana siguiente Gely conoce al nuevo encargado del súper: guapo, culto y sensible. Tienen una torrida aventura con la que ella se siente rejuvencer. Además de echarse miraditas mientras ella hace la compra se ven dos veces a la semana, y una vez al mes pasan juntos un fin de semana con la excusa de que ella viaja acompañando a su hermana a un centro de desintoxicación (hermana que se ha hecho pasar por drogadicta para que Gely tenga una buena tapadera).

A Gely ya no le suenan tan mal los exabruptos de Casimiro, bueno, en realidad ni los oye: su cabeza está en otro sitio...

Anónimo dijo...

¡Cómo me gustan tus "retonnos"!

Yo he ideado un final de justicia. Verás...

"A la luz de las velas, Gely intenta sacar a Casimiro de su letargo neuronal. Para ello, le cuenta apesadumbrada el episodio vergonzoso del supermercado con la vana esperanza de que su marido le ofrezca una pizca de consuelo. A mitad de historia, Casimiro eructa (sin ponerse la mano en la boca, claro), se mete el dedo meñique entre dos dientes para sacarse una de esas carnecillas que mencionas, la amasa con dos dedos dándole forma de bola que le dispara a Gely con la fuerza que impelé el pulgar al soltar la presión del dedo corazón. A continuación, le regala a Gely una serie de tres bostezos encadenados con intensidad en forma de campana de Gaus.

Gely, con signos evidentes de desagrado, termina su relato. Se hace el silencio durante unos segundos. Gely espera unas palabras de consuelo, pero sus expectativas se ven frustradas cuando Casimiro interrumpe el silencio y le pide que le alcance del estante el periódico para consultar la programación la Champions. Gely se levanta de la mesa, pero se acerca al cajón del aparador y no al estante donde se encuentra el periódico. Saca un cuchillo de trinchar de 25 cm de largo y le asesta tres puñaladas a Casimiro por la espalda (todo hay que decirlo), una por cada bostezo gausiano.

Al día siguiente, Gely acude a la comisaría para contar lo sucedido. Explica que cogió el cuchillo para cortar unas rajas de chorizo, pero que, como no había luz, se confundió y por error se lo clavó a su marido en la espalda. Casimiro, al sentir la hoja del cuchillo atravesándole la coyuntura de la paletilla, bramó como un marrano y ella, que estaba muy desorientada en la oscuridad, se puso muy nerviosa. Tan nerviosa que repitió la maniobra otras dos veces hasta que su pobre marido se quedó tranquilo y por fin dejó de gritar. ¡Toda una pérdida, señor comisario!

Food and Drugs dijo...

Merce:

Gely hace bien en buscarse otro maromo porque la verdad es que a Casimiro no hay por donde cogerlo. Y, amiga mía, lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los humanos. ¿O no?
Besos
;-)

Arancha:

Evidentemente Gely queda exculpada porque, como todo el mundo sabe, y el comisario no iba a ser menos, en este tipo de relatos el asesino es siempre el mayordomo.

Besos gaussianos.
:-)