domingo, 22 de febrero de 2009

La luz decadente


Eran las ocho de la mañana y las enfermeras de la residencia hacían la ronda por entre los pacientes internados en la UIT (unidad de ingreso transitorio), poniéndoles el termómetro de mercurio y tomándoles al mismo tiempo la tensión con el negro brazalete a bombín y estrangulador cierre de velcro.
En aquella sala, de unas veinte camas aproximadamente, que recordaba de forma demasiado explícita a un manicomio, y cuyos enfermos esperaban por una vacante para ser trasladados a planta, el reparto de tareas se hacía de manera no arbitraria.
Así, Ana Paula, la más joven y guapa, se encargaba de los recién llegados, aquellos cuyas lesiones o dolencias requerían de las más urgentes atenciones y cuidados, mientras que Conchi, ya más veterana, velaría, entre otras cuestiones, de servir las comidas y de garantizar unas mínimas condiciones de aseo para los más discapacitados.
Le tocaba pues a la joven muchacha ocuparse todavía de Aurelio, uno de los últimos en recalar por allí, pues su estado general, desde su internamiento en la tarde del día anterior, apenas había experimentado grandes mejorías.
Aurelio, vividor por antonomasia, bebedor y fumador impenitente, se veía ya en sus años crepusculares, ya sobrepasada de largo la frontera de los setenta, obligado a lidiar con un grave y, por qué no decirlo, engorroso enfisema pulmonar, el cual cada vez con más frecuencia, le postraba en su lecho del dolor, viéndose ineludiblemente anclado al auxilio de una mascarilla de oxígeno.
Y, sí, la sucia y pesada bombona que lo vigilaba de cerca, era una metáfora muy válida de lo muy deterioradas que se hallaban tanto su salud, como su autonomía personal.
Pero a pesar de ello, Aurelio, aquel individuo desgarbado y delgaducho, con rasgos de pícaro a la sazón desperdigados por aquella cara engañosamente juvenil, a la que las arrugas, y su pelo de proverbial blancura, lejos de arruinarla, conferían porte señorial y erudito, no era un hombre acabado, ni muchísimo menos. E incluso en la adversidad, como ya se verá más adelante, conservaba el buen humor, y la galantería, de piropear a las zagalas.
Coincidiría además, que Ana Paula era hija de unos amigos suyos, y por tanto ya conocida desde bien niña. Ello, en cualquier caso, no solo no lo refrenaría en sus ímpetus, sino que al contrario, se los avivaría.
- Hombre, Aurelio. ¿Qué tal estás hoy? – le diría la muchacha, aproximándosele y reconociéndolo al momento de ajustarle el tensiómetro.
- Pues mucho mejor, Anita, desde que tú has aparecido por aquí… Con esos ojos que por sí solos son capaces de iluminar la habitación entera.
La sala, como ya digo era grande. Y a pesar de sus amplios ventanales, a la claridad le costaba hacerse hueco para fluir por todos los rincones. Era preciso esperar a que la mañana estuviera más avanzada. Pero como bien había apuntado Aurelio, una cosa así no era reto de gran envergadura para los luceros de Ana Paula, arrebatadoramente bellos.
Quiso sin embargo, que al recibir el cumplido la muchacha se fuera toda altiva, y como fingiendo no inmutarse. Contoneando eso sí voluptuosamente sus caderas, que pese a no estar mal conformadas, bueno es reconocer que iban un pelín cargadas por encima de su tara. Este pequeño detalle, al ser más bien bajita, dio un poco de comicidad al ademán.
Pero, sea como sea, ello no conllevaría el que en ningún momento su poderoso atractivo se viera significativamente mermado.
Ella a lo mejor no lo sabía, pero guardaba un parecido enorme con Romy Schneider, aquella actriz austriaca de belleza infantil que según se cree, se suicidaría triste e infaustamente con la llegada de la edad madura y el inaplazable ocaso de su sensualidad.
Probablemente los ojos de Ana Paula, aquellos ojos de luz inconmensurable, al llegar al final de su ciclo natural y apagarse, experimentarían también un suceso igualmente cataclísmico. Pero, por fortuna, para que ello aconteciera, aún quedaban por transcurrir muchos amaneceres de esplendor y gloria.

Por su parte, Aurelio no era un hombre casado, pero eso no le convertía por defecto en un solitario. Desde el primer momento de esta, su nueva recaída, sus amigos y los fieles colegas de su ámbito profesional, el periodismo radiofónico, en el que a nivel local era un maestro consagrado, se habían dado cita allí para apoyarle y no dejarle en ningún momento desasistido. Tres, cuando no cuatro, y hasta cinco hombretones, jóvenes y corpulentos, que aparentaban postularse a delfines del susodicho, y que le reían sin empacho todas sus gracietas, componían su corte de pretorianos.
Vino entonces a dejarse caer por la sala otra joven muchacha ataviada con el uniforme de las enfermeras del hospital, siendo en este caso no una cualquiera de la plantilla, sino para más señas la practicante, la encargada de llevar a estricto cumplimiento las extracciones de sangre dictaminadas por los médicos.
Aquella nueva muchacha, a pesar de no ser tan guapa como Ana Paula, y no compartir su hermosura facial de cuento de hadas, tenía sin embargo una línea corporal que era capaz de todo menos de dejar indiferentes a los curiosos. Como sería la cosa, que incluso a aquella indumentaria con el sello deslustrado del hospital provincial, ella solita, y quizás un poco también con la inestimable ayuda del sostén negro de encaje que subrepticiamente se transparentaba, casi la llevaba a equipararse en majestuosidad a la de un traje de noche bordado en lentejuelas.
Esta chica, Sonia, era desde luego, un poderoso reclamo a la virilidad de los allí presentes, y el revuelo que organizaría entre las visitas y acompañantes de Aurelio, sería de todo menos circunstancial. Era desde luego, y por otra parte, un buen medidor del estado de salud o enfermedad de los pacientes allí recluidos. Aunque quizás un poco excesivo, pues aquellas curvas, con sus recovecos, vanos, arcos y repuntes, se diría que fueran capaces hasta de revivir a un muerto.
Así pues se enfrascó sin más la muchacha a su labor, ignorando todas aquellas miradas de lobo hambriento, e hincándole la aguja a Aurelio en una de aquellas venas del brazo que no había tenido tiempo suficiente de ocultarse bajo la carne, comenzó a sacarle, uno detrás de otro, tubitos y más tubitos repletos de plasma. En todo momento con una técnica admirable, y casi comparable a la de una planta envasadora de vino tinto, u otros caldos de la tierra.
Todos querían asistir al proceso, pues no era poco el morbo que despertaba.
- Por favor, retírense, y aguarden en la sala de espera – les exhortó sin embargo una Sonia muy profesional, y que solo pretendía realizar su trabajo en las condiciones idóneas.
Pero aquella tropa no obedecía, y cada vez se iban acercando más.
Terminó pues Sonia con el último tubito y procedió a taponar con un algodón empapado en alcohol la herida. Momento en el que Ana Paula, que habría venido al trote desde las dependencias emplazadas en la otra punta de la estancia, se le agarraría del brazo.
- ¿Qué estás haciendo? – le gritó - ¡Te has equivocado de paciente!
- ¿Este no es Marcelino Cuevas Alemán?
- No. Este es Aurelio Bolaño, el del enfisema pulmonar. Y que además es hemofílico.
- ¿Hemofílico?... Entonces… Entonces, la hemorragia del pinchazo. ¿Cómo le paramos ahora la hemorragia del pinchazo?
- Rápido. Gasa y compresión.
- Rápido.
- ¿Qué ocurre con Aurelio? – preguntó uno de los amigotes.
- Ellos son los culpables – se quejó Sonia – Ellos me distrajeron.
- Eres tonta, Sonia. Ya te lo he dicho muchas veces. Pero ¿Y él?... ¿Aurelio? - dirigió su mirada entonces Ana Paula al maltrecho amigo de sus padres.
Aurelio apenas se limitó a esgrimir una débil sonrisa, amordazada por el aturdimiento.
- Y encima él tampoco dijo nada. Se dejó hacer – se disculparía una Sonia visiblemente nerviosa y presa de la desolación.
- ¡Aurelio! ¡Aurelio! Mírame, estamos aquí. Has de resistir – le animaría una Ana Paula, cuyos arrebatadores ojos de modelo de rimel, en ningún momento habrían orbitado más cerca de los ya declinantes y mortecinos de Aurelio. Para con eso y con todo, satisfacción agridulce de este.
Unos ojos profundos, los de Aurelio, en los que la muchacha vertía toda la vida inagotable de los suyos propios, pero sin ningún efecto ni resultado positivo, pues aquel, ya casi anciano, seguía empapando vendas y más vendas en su no menos estremecedora y dramática escorrentía. Una sangre osada y salvaje, imposible de ser siquiera encadenada a sus propios confines carnales.
Era la sangre de un gran personaje. La sangre de una leyenda la que por allí se derramaba, abriendo canales de riego por entre aquellos embaldosados de apariencia marmórea, y tiñéndolo todo de rojo. Y los nervios y el caos del que se rodearía la escena, con todos aquellos hombretones que se agolpaban en torno a Aurelio, intentando hallarse bien apostados a su vera al momento de consumarse el fatal desenlace, la haría si acaso asemejarse a la conjura y asesinato de un César.
Afortunadamente, quedando tan solo en un susto.
Un equipo médico de primer nivel acudiría de inmediato al rescate, con factor coagulante para, no una, sino varias transfusiones, y frustrando lo que sin duda habría dado en ser, como poco, una de las negligencias médicas estrella en el historial del centro.
Pero el mal cuerpo ya no se lo lograría sacudir nadie de encima.
Y aunque este mundo moderno cree tener parches y solución para todo, la luz de aquella habitación, a la que los lacrimosos ojos de Ana Paula prestaban, ahora más que nunca, toda su intensidad de astro refulgente, se habría quedado sin embargo misteriosamente reducida a penumbras. Pareciendo mostrarse cada vez más y más insuficiente en medio del ir y venir de ajetreadas batas blancas, de tantas retinas deslumbradas y, sobre todo, de tanta turbación.

1 comentario:

Breuil dijo...

Me encanta la historia y aplaudo el uso exquisito de la adjetivación. Vamos... que te envidio. ;)