lunes, 30 de agosto de 2010

El novio magiar

Eran cerca de las dos de la tarde. Las nubes estaban bajas y pasaban con rapidez restregando sus panzas, por efecto del fuerte viento, con las copas de los eucaliptos más espigados y las rojiblancas antenas de las torres de control.
A la familia Piñeiro Bouso, o más bien, lo que vendría siendo una delegación de ella, le faltaban ya apenas unos cuantos metros para finalmente arribar al aeropuerto de Lavacolla, en Santiago de Compostela.
Dentro del coche, un flamante Mercedes clase E negro, viajaban Paco, de unos cuarenta y bastantes años, María José, su esposa, de edad aproximada, y que no revelaremos por aquello de dar satisfacción a una vieja inercia sexista, y la madre de esta última, Tomasa, esta sí, ya muy mayor, y para quien el largo trayecto desde Ourense, tan pronto autovía, como interminables travesías por los pueblos a cincuenta, se le había hecho poco menos que insufrible.

- Tranquila mamá. Que ya estamos llegando.
- Ay, filla. A dios gracias. Que teño a espalda feita un San Benitiño.
- No se preocupe abuela. Ahora sale del coche, da unos paseos, y como nueva.
- Eso, mamá. Andas un poco, pero sin alejarte mucho. Eh?
- Sen alejarme… Non sei onde vou ir. Quería que me levárades a abrazar o santo, pero polo que parece, non pode ser… E non pode ser.
- No es que no se pueda, abuela, es que no hay tiempo. Venimos a lo que venimos, que es a recoger a la niña de su viaje del Erasmus, y todo lo demás habrá que dejarlo para otra ocasión.
- Ya te lo explicamos, mamá. Además sabes de sobra que viene con el novio, o el amigo, ese húngaro que se ha echado, y eso lo complica todo mucho más.
- ¿Húngaro? ¿Pero eses non son comunistas?
- Eran, mamá. Eran. Ahora son tan capitalistas como nosotros.
- Pior inda. Uns cambiachaquetas.
- Desde luego. ¡Como es tu madre! Luego hablas de mí… A ver cuanto tarda en meter la pata con el “amigo” de la niña.

Paco cogió el ticket del parking, y pese a encontrarse la planta baja semivacía, optó por subir a la de arriba, esta sí, completamente desierta.
La cosa tenía su truco, lógicamente, pues al hallarse esta última a cielo descubierto, podrían más fácilmente ver despegar y aterrizar a los aviones, y así saber cuando acudir a la terminal a recibir a Nerea, su hija, y por supuesto, a echarle una mano con su equipaje, y con el “paquete”.

- ¿Qué hace abuela, que va a romper la manilla?
- Quero saír do coche.
- ¿Pero no le dijimos que íbamos a comer aquí, que la cantina del aeropuerto es muy cara?
- Dixeches que paseara. E eso, sen ir máis lonxe, e o que quero facer.
- Salga, ande, salga. Pero no arme ninguna gorda.
- No, Paco, no le abras, hombre. No ves que estoy sacando ya los bocadillos.
- Déjala que se desfogue un poco. A ver si así se cansa pronto y luego va durmiendo todo el camino de vuelta, y no nos da la murga.
- Pero ¿Y la comida?
- Mira. Mejor así. Le llevas el bocadillo y que lo coma afuera, así no pone los asientos del coche perdidos de migas.
- Esa es otra. A ver que tal resulta el invento este de los bocadillos.
- Déjate. Déjate. Que la otra vez, esto mismo, un bocata de jamón y queso, la cuarta parte del tamaño de este, y tres tonterías más, que si ensaladilla rusa, salpicón y un yogur, los tres fríos como demonios, nos pimplaron 50 euros, y tu madre de aquellas no venía, que afortunadamente estaba en casa el niño, y se pudo quedar a vigilarla.
- El jamón era ibérico.
- Ya, pero es que tampoco había otro. No había más donde elegir. Era, o lo tomas, o lo dejas. 50 euros, la broma.

Treinta espesos minutos transcurrieron. Las mandíbulas de los tres miembros del clan Piñeiro Bouso, empleándose con ahínco en el masticado e insalivación de las soberbias flautas de crujiente pan de pueblo, jamón casero, y queso de tetilla, este último distribuido en generosas raciones. Sabrosas viandas que no obstante no impidieron que se les acabaran haciendo, llegado cierto punto, algo monótonas al paladar, e incluso tortuosas.
Entretanto ningún avión había todavía descendido del manto - o más bien edredón - de nubes bajas que cubría la mayor parte del cielo. Como mucho un pequeño dc-10 de la compañía Iberia, que había estado haciendo maniobras por una pista de servicio, y eso habría sido todo.

- Ay, que pesada, es tu madre. ¡Qué le costará estar aquí, en el coche, con nosotros! ¿Por qué no vas y le dices que no se acerque tanto a ese bordillo, que todavía nos va a dar un disgusto?
- ¡Vete tú!
- ¿Yo a qué? Es tu madre.
- Y también tu suegra.
- Bueno, carallo.

María José gruñó de forma suficientemente perceptible, masculló un par de jaculatorias, y aunque le tocaba mucho las narices, allá que se fue a por su madre.

- Mamá. ¿Qué haces tan cerca del bordillo? ¿No ves que puedes dar un traspié e irte abajo?
- Quero ver ben o avión cando apareza.
- Ayyy. Pero si casi no se va a ver. Con lo bajas que están las nubes… ¡Ya nos enteraremos luego de si ha llegado o no! ¡Venga! Cuando sea la hora entramos en la terminal y lo miramos en los paneles indicadores.
- Pero… ¿Co grande que e, terase que sentir cando se pose no suelo?
- Claro, mamá, por el ruido de los motores. Pero te repito que desde aquí no vas a ver nada. Te lo tapan las nubes y todos esos hangares de enfrente. Además hace mucho viento, y tú no estás para volver a coger un catarro.
- Oes! ¿E para qué teñen dúas torres de control?
- Yo que sé. Yo tampoco lo se todo, mamá. Una será la vieja y la otra, una nueva que estarán haciendo.
- Xa. E logo din que non hai diñeiro.


El tiempo pasó sin mayores incidencias y al fin el momento exacto fijado para el aterrizaje del vuelo en el que iba la niña, se dibujó en sus relojes.

- Vamos para adentro – ordenó Paco.
- Venga. Mamá, que ya está aquí la Nerea.
- ¿Aterrizou xa?
- No, todavía no. Pero vamos yendo hacia la puerta de embarque.
- ¿Pero non ven no avión?
- Sí, mamá, sí. Venga, muévete.

Ya en la zona de embarque y llegadas, el corro de familiares y allegados esperando por los suyos hervía de expectación. Todos pendientes, casi mirándolos sin pestañear, de la información que transmitían los paneles luminosos.

- ¿Cual era el vuelo de la niña, María José?
- Estás tonto Paco. El Ryanair de Dublín.
- Es que con los nervios se me olvida… Mira. Ryanair, Dublín. Landed/Aterrizado. Ya ha aterrizado.
- Ay que alegría tan grande, que ya está aquí mi niña. Después de tantos meses.
- ¿Chegou a nena?

El emocionado reencuentro, por tanto, apenas se diferiría en unos minutos. Abrazos, besos, y todo el repertorio habido y por haber de carantoñas salieron a escena, en medio de innumerables lágrimas de júbilo, que corrieron desinhibidamente por las mejillas de los azorados progenitores.

- Ay, mamá. No llores. ¡Papá! ¿Tú también pingando el moco?
- Sí, hija, sí. Cuando uno va para viejo se vuelve muy llorón.
- Quita para allá. De viejo nada. Estáis estupendos los dos… Ah, y la abuela, que no la veía. Viniste también. ¡Qué guapa!
- Ti si que eres guapa. Ay, mi neniña, que es toda unha chulada.
- Avoiña. Dame un biquiño. Xa verás logo cantos regaliños che traio de Irlanda.
- ¿Aprendeches moito inglés?
- Moito.
- Pois eso e o importante.

La conversación, cálida, familiar, entrañable, estuvo sin embargo en todo momento presidida por la proximidad de una figura hierática, casi se diría que fantasmal, al abrigo de la cual, si acaso solo un par de ojos, eso sí, muy inquietos, parecían dotarla de vida.
Afortunadamente Nerea cayó al fin en la cuenta, luego de reparar en los involuntarios mohines de desconfianza con que se prodigaba su madre.

- ¡Caramba! ¡Ya se me olvidaba presentároslo! Este de aquí es Tibor.
- ¡Hombre! – reaccionó enseguida Paco, alargándole la mano.

El muchacho, un joven alto, algo desgarbado, con una barba rala, deudora en muchas semanas de una pasada de cuchilla, y con largas melenas de pelo desaliñado, castigado y descamado, era lo último que uno se espera que traiga consigo su hija bajo el brazo, cuando le habla de que se ha echado un ligue en un viaje de estudios.
La ropa negra, los vaqueros raídos y ajustados a más no poder a sus piernas de alambre, los collares y pulseras, a juego con su expresión facial netamente bohemia, y como de no haber en su vida dado un palo al agua, no se puede decir que causaran la mejor de las impresiones.
Pero bueno, era la conquista de la niña, y había que transigir. En un muy saludable, y muy europeo, todo sea dicho, ejercicio de tolerancia.
Quien, eso sí, le iba a decir a María José, que su hija, tan fina, tan remirada ella, iba a juntarse con semejante pelagatos.
Y es que Nerea, a la hora de elegir pareja no tendría porque enfrentarse a problema alguno. Había sacado la cara de su madre, redondita, con rasgos de muñequita, levemente sonrosadas las mejillas, y la imponente figura de su padre, naturalmente descontando el barrigón cervecero del que en los últimos años se había hecho acreedor.
Atrás quedaban las señas de identidad más rupestres de su genética: La cara de mastuerzo de Paco, inconfundiblemente agropecuaria, y el talle recio de María José, no menos propio de las gentes del rural, acostumbradas durante tantas y tantas generaciones a las duras faenas del campo.
No era pues de extrañar que a esta última, catedrática de literatura en un instituto, que a lo largo de toda su vida se había esforzado por darle a sus hijos la mejor de las educaciones posibles, y que se movieran en los ambientes más selectos, la extravagancia de la niña no acabara de entrarle en la cabeza.
Pero la niña era ya toda una señorita, estudiada y viajada, y sus caprichos eran ley.

- Bueno, vamos a por las maletas – dijo un Paco entusiasta.
- Oh. No te preocupes papá. De eso se ocupa Tibor.
- ¿Cómo Tibor? Vosotros lo que tenéis que hacer ahora es descansar. Ya me encargo yo de llevarlas hasta el coche.
- Que no papá. Tú déjate estar. Además hemos alquilado un coche para movernos a nuestro aire por aquí.
- ¿Pero vendréis hoy a casa, como quedamos?
- Sí, papá. Esta noche Tibor y yo cenamos, y nos quedamos a dormir, en casa. Pero mañana tenemos que visitar muchos sitios.
- Pues eso.

A Paco el aspecto desvaído de Tibor, como de pocos ímpetus, no se lo había hecho antipático. Al contrario, incluso pareciera que le hubiera caído bien, por aquello de que los extremos se atraen.
Trató pues de congeniar con él.

- Y dime, Tibor, ¿Cuál es tu equipo de fútbol? ¿Ferencváros? ¿Honved de Budapest?
- Ah?
- Sí. Tibor – intervino Nerea – Your football team. My father asks you which club do you support.
- Ah! Me, Barça. Visca Barça! Visca Catalunya!
- Ah! Ya, ya… Vaya, hombre. Con lo guapo que estaba callado.

No se puede decir que a partir de ese momento se le cruzara el muchacho, pero sí, algo más quisquilloso, sí que se volvió.
Fue de hecho, subirse al coche, y mirar por el retrovisor a la parejita en su Astra alquilado, que no pudo evitar interpelar a María José.

- Oye. No me habías dicho que iban a dormir en casa.
- Si que te lo dije.
- Pero… ¿Juntos, o en habitaciones separadas?
- Ay, no sé. Yo he preparado dos habitaciones, la grande y la del desván. Ellos verán.
- No me gusta a mí esto. Luego la gente habla.
- No seas rancio, Paco. Que esas cosas son ya de otra época.
- A min tampouco me gusta.
- Tú en esto no te metas, mamá.
- E de perdidos, de libertinos.
- Vale. Yo tampoco lo apruebo, pero es así. ¿Está claro? ¡Y tú, arranca de una vez!

Y así transcurrió de nuevo el viaje de regreso. Haciéndose largo de nuevo para la abuela, y a decir verdad, para todo bicho viviente.
El coche de la juventud, disciplinadamente detrás de ellos, siguió sin despegarse los pasos del señorial Mercedes, primero por la autovía, luego por la nacional, y luego por la comarcal y sus muchos vericuetos, hasta llegar a la casa de la aldea.
Una casa, más bien mansión, que apenas distaba de la ciudad, de Ourense capital, unos escasos diez o doce kilómetros.
Y digo mansión, porque las dimensiones de esta eran ciertamente respetables. El mismo Paco la había levantado con sus propias manos, y sin más ayuda que su buen entender en la materia, en una esplendorosa demostración de determinación y vigor.
Naturalmente el hecho de que él trabajase de autónomo, y se ganara el jornal con chapuzas que abarcaban desde la albañilería a la ebanistería, pasando por la fontanería, además de poseer unas nociones básicas de electricista y pintor, facilitaba mucho la labor. Que no dejaba de ser, en cualquier caso, colosal.
Si bien su último logro, y del que se hallaba más satisfecho, era la piscina. Y aunque estaba en este momento ocupado con unas muy ambiciosas reformas en la fachada - por cuanto comprendían el dar fuste y ornato a nada despreciables losas de granito, casi casi ya metido a escultor churrigueresco - la piscina seguía siendo de lo que primero presumía con las visitas.
Una piscina que era, sin exagerar un ápice, la cuarta parte - no menos - de una olímpica. Con su trampolín y todo.

- Bueno, voy a dejar aquí el coche. Así meten ellos el suyo en el garaje – dijo Paco.
- ¿Tan cerca de la piscina? – replicó María José.
- Hombre. Si quieres lo arrimo un poco más a los andamios de la fachada, pero no va a dejar de estar cerca de la piscina.
- Tú verás.

Salieron del coche y se dispusieron a cargar los bultos, para a continuación conducirlos a su, o a sus, dormitorios. Pero el tal Tibor, que se ve que no estaba muy ducho al manejo del volante, obligó a que Paco tuviera que escorar un poco más hacia afuera el Mercedes.

- Espera, ni siquiera va a hacer falta darle al contacto.

Paco soltó el freno de mano, y haciendo gala de su gran fortaleza física, lo corrió medio metro más allá sólo a base de músculo.

- Mira que es bruto, tu padre… ¿No le dijo el médico que no hiciera esfuerzos, que se la está jugando con el tema de la hernia? Pues ni caso.
- ¿Puedes ya o no puedes? – preguntaba entretanto Paco a Tibor, con su vozarrón bien audible, convencido de que la cosa ya tenía que estar.

Pero este movía la cabeza dando a entender que las cuestiones de habilidad no eran su fuerte.

- Anda, deja. Que ya lo meto yo – se ofreció de nuevo, un Paco monopolizador.
- Ay que ver. Tu padre se pone loco, cuando le sale la vena cabestra y da rienda suelta a todas sus pulsiones de macho alfa dominante. Un día le va a dar algo. Es que se pone fuera de sí.
- Déjalo, mamá. ¿Disfruta con eso?… Pues que disfrute.
- Me pone enferma… Pacooo – le chilló María José - ¡Que has dejado el morro del Mercedes metido una cuarta por el canto de la piscina!
- ¿Y qué importa? ¿No nos vamos a bañar ninguno? ¿No?

Nada más entrar en casa, la única preocupación de María José consistiría en que la pareja estuviera cómoda, y así, lo primero que hizo fue lanzarse a por Brais, el pequeño, con la intención de que saliese a recibirlos - a los recién llegados - como es debido.

- Avisaré al “huésped”, que venga a saludar a su hermana – le dijo a la abuela.
- Pobriño. Non o forces. Xa verrá il.
- De eso nada. Aquí tenemos normas de convivencia que hay cumplir. ¡Es lo mínimo!
- ¡Brais! – se asomó María José por la puerta de la habitación, haciendo tabla rasa del pestazo a truja revenida que emanaba – ¡Maldita sea! ¡Sal a saludar! No estés ahí todo el día encerrado como un facineroso.
- Estou cos ensaios do grupo.

Brais era compositor autodidacta de música celta, pero de una variante muy peculiar, y muy personal, de esta, encrucijada del jazz, el heavy metal, la charanga y, el blues. Todo ello, cómo no, salpimentado copiosamente con gaita y pandereta.
Por supuesto lo de él con Tibor fue todo un flechazo. Amor, que se diría, a primera vista.
De hecho no esperó ni un instante para agarrarlo del brazo y querer metérselo a su gruta. Algo que no gustó demasiado a su hermana.
Pero si no se la enseñaba, reventaba. Con sus banderas, la independentista gallega al frente, con su estrella roja bien visible, la de la hojita verde de marihuana, y la enseña pirata, empapelando, junto a centenares de fotografías de artistas y grupos musicales, las cuatro paredes.
Faltó de hecho sólo que Tibor viera aquella en la que salían los integrantes de Kiss, a la que se le reservaba una posición central, para que se lo acabase de meter en el bolsillo.
Y él mismo, Brais, feliz de la vida. Por fin parecía haber encontrado a su alma gemela, personificada en la figura, tal vez, de su futuro cuñado.
Algo de lo que Nerea, quien sabe, a lo mejor, ya no estaba tan segura.
Pero por si las moscas, y antes de que la cosa fuera a peor, echó mano de su “prometido”, y lo sacó de allí con la mayor celeridad. Había además mucho que hacer, y las chorradas de su hermanito no estaban contempladas en la agenda.

No es que llevaran consigo excesiva impedimenta, las travesías aéreas no dan para muchas alegrías, pero quizás por esa misma causa, la tarea de instalarse les ocupó más tiempo del que en un principio cabría esperar.
De pronto, faltaba de todo, y aquello que no se podía suplir con su equivalente casero, había que acercarse a comprarlo a algún hipermercado de las afueras de Ourense. Llámese un desodorante sin alcohol para Tibor, unas zapatillas de su número, o un juego de maquinillas, por si acaso.
Hicieron pues una lista de ello y se fueron para allá. María José, la abuela, y naturalmente Nerea y Tibor.
Fueron estos, momentos en los que Paco, pudo por fin tomarse un respiro y poner su cuerpo serrano a reposar en un sillón, el suyo favorito, de la sala de estar. No en vano, no hay mejor medicina contra el estrés, que una buena cabezadita.
Lo único negativo, si acaso, sería el que esta se prolongara durante casi más de dos horas, que por demás, fue el tiempo que transcurrió hasta que la comitiva familiar –los que habían salido de compras - se hallara de regreso.


- Papá – se le acercó Nerea suavemente.
- ¿Eh?
- Papaaá.
- ¿Ah? ¿Qué hora es?
- Ya casi las nueve.
- Madre mía, me he quedado dormido profundamente. Buf. Estaba que no podía con mi alma.
- Ya veo, ya.
- Buf. Las nueve, que se dice pronto. El tiempo vuela.
- Ya… Pues verás papá, había pensado yo que tal vez este fuera buen momento para que os entregáramos los regalos que Tibor y yo os hemos traído de Dublín.
- ¡Caramba! Llama entonces a tu madre.
- No, si ya venía para acá.
- Nada, nada, pues a ver.
- Primero, los míos. ¡Abuelaaaaa! ¡Braaais! Aquí os los dejo para que los abráis.
- Sí, señor. Una amoladora eléctrica, Panzer, buena marca. Muchas gracias. Me hacía mucha falta – se emocionó Paco.
- Sí, lo sabía. Pero fue Tibor quien me lo sugirió. Fue algo instantáneo. Cuando le hablé de lo que hacías, de que eras un manitas, fue automático. Me dio la solución en el acto.
- Pues gracias a los dos. Y a ver tu madre. Aaah. Una aspiradora para las migas de la mesa.
- Sí, muy diver. ¿Verdad?
- Gracias, hija. Lo que cuenta es el detalle.
- Para la abuela unos pendientes.
- Qué boniquiños.
- Bon. Avoiña non son de ouro, non daba para máis o presuposto – se disculpó la nieta - pero teñen un diseño do máis moderno, para que estés á última moda.
- Ay, filliña. Ti si que es de ouro macizo. Ven que che dea un bico como dios manda.
- Y para Brais una camiseta de los Irish Warriors.
- Parece que no está muy contento tu hermano.
- Non, sí. Pero e que esta xa a teño repe. Graciñas en todo caso.
- Vaya, lo siento. Me aseguraron que era de su último álbum.
- Sí, xa sei. O que me baixei a semana pasada de internet.
- Bueno, pues, de todos modos muchas gracias, hija – terció María José - La intención es lo que cuenta en estos casos.
- Efectivamente, mamá. Y justamente en ese sentido apunta la idea que tuvo Tibor en relación con vuestro regalo. Esto es, el de él, propio de él, para vosotros.
- Pues, estupendo – dijo Paco - Estamos impacientes por verlo.
- Bueno verlo, no. Más bien oírlo. Es que Tibor no es partidario de regalar cosas materiales. Según él todo eso es pura hipocresía fomentada desde el sistema mercantilista para incitarnos a consumir. De hecho su mundo es la lírica, la canción protesta, y lo que va a hacer es deleitarnos con una de sus poesías.
- Ah, sí. Vaya. Qué bien.
- It’s called “Sugar and Vinegar” – se arrancó Tibor.
- Yo haré de intérprete – se postuló una Nerea pizpireta.
- No si no pasa nada. Versión original – matizaría fugazmente Paco.
- Se titula “Azucar y vinagre”. Adelante,Tiby.
- Sugar and Vinegar, that’s life for me.
- Azúcar y vinagre. Eso es la vida para mí.
- You mix them, you taste them, you vomit.
- Lo mezclas, lo saboreas, vomitas.
- That’s life for me.
- Eso es la vida para mí.
- A crazy mix of joy and suffering.
- Una mezcla irracional de alegría y sufrimiento.
- A kick in the ass, a kiss in the air.
- Una patada en, con perdón, el culo. Un beso lanzado al viento.
- A bitter blow, a renewed delusion.
- Un trago amargo. Una desilusión renovada.
- ¡Qué profundo!
- No, no, mamá. Espera a que acabe. A Tibor no le gusta que lo interrumpan. Se le corta la inspiración.
- Sugar and Vinegar. That’s life for me.
- Aquí repite estribillo.
- Not true love. Not innocent hands. Just this filthy mess.
- Ni amor verdadero. Ni manos inocentes. Simplemente esta asquerosidad.
- Pretty shit to make a cake.
- Buena mierda de la que está hecho el pastel.
- Not really sweet, not really sour. Just sick.
- Esto es difícil de traducir. Quiere decir que no es en realidad algo dulce, o todo lo dulce que cabría esperar, ni tampoco agrio, y reconocible como tal, sino más bien algo totalmente impredecible, el resultado de un despropósito.
- Sugar and Vinegar. That`s life for me.
- Estribillo de nuevo. Azúcar y vinagre, bla, bla, bla…
- You mix them, you taste them, you vomit.
- Lo mezclas, lo saboreas, vomitas.
- That’s all – sentenció finalmente Tibor, con una sonrisilla de niño travieso en los labios.
- Ya está. Se acabo el poema – le secundó Nerea.

Y así fue como unos tímidos aplausos, muy meritorios, pues los brazos se hallaban rígidos como estalactitas y estalagmitas, pusieron el broche final.

- Muy bien. Muy bonito. Creía que no… Pero me ha gustado. Ha estado muy bien. Todo de una gran concreción mística y musicalidad. En serio. Bravo – remachó Paco, muy diplomático.

María José y la abuela, que habían paralizado momentáneamente sus actividades, prosiguieron con ellas, intentando relativizar al máximo el asunto.
A fin de cuentas la hora de la cena se acercaba, y pasar de cuatro comensales, que era a lo que estaban acostumbrados, a seis, exigía redoblar esfuerzos.
No era, sin embargo, el caso de Brais, quien ya desde un primer momento, buscaba incesantemente la forma de engrapar con Tibor. Y es que culturalmente hablando, y más que nada desde la óptica de un artista, toda influencia proveniente del otro lado de los Pirineos se hacía un bocado muy apetitoso.
Enseguida pues se lanzó, metafóricamente hablando, al intercambio de cromos.

- Enorme poema
- What?
- Ah, claro... – rectificó Brais - You speak english?
- Yes
- Only english?
- English, and hungarian, of course.
- Hungarian, ya. Because my english, is, como diría, de andar por casa, very… very house walking.
- What?
- Mmmmm. Espera. Nereaaa – solicitó la ayuda de su hermana - ¿Podes vir a axudarme con Tibor, que estamos a falar de arte pero non nos entendemos ben de todo?
- ¿De arte, tú? Déjate de bobadas, y vete a echar una mano a mamá, que lleva ya media hora diciéndote que la ayudes a poner la mesa.
- Venga, tía. No jodas. ¿No te das cuenta de lo importante que esto para mí?
- Sí. Pero ahora no es el momento. Levanta el culo de la silla.
- Serás lurpia. Con que esas temos. Pois polo que a min respecta, podes mete-lo novio pola perrecha.

Fue pues a partir de ese momento, que frustrado en su iniciativa, Brais se puso a desear con todas sus fuerzas que algo malo sucediera, y que todo se fuese a hacer gárgaras. Y como que la vida tiene a veces esa clase de casualidades, inexplicables de todo punto, y únicamente asumibles aceptando los postulados más fundamentalistas del vuduismo, sus reivindicaciones no caerían en saco roto.
Y es curioso, porque como toda buena maldición entre miembros de una misma familia, surtió efecto de inmediato.
Apenas transcurrieron de hecho unos pocos minutos, que de pronto, ya estaba entrando Nerea en la cocina con la cara descompuesta y tras trompicarse por partida doble con las alfombras del pasillo, portadora de una dramática nueva.


- Mamá… Que me acaba de llamar Leti, que han ingresado a Vero en la Residencia en estado muy grave.
- ¿A Vero? ¿No es esa que es tan guapa?
- La misma.
- ¿Y qué le ha pasado?
- Pues que de repente se ha puesto malísima, y que al parecer si no la ha diñado, ha sido de puritito milagro. Así que me tengo que ir para allá ipso facto. No te tengo ni que decir lo amiga que es de Leti, que es casi como si fueran hermanas… Y mía también, qué diablos.
- Vaya por dios.
- De manera que ya veremos cuando vuelvo, pero como comprenderéis no puedo faltar. Fue de hecho contármelo Leti, y, vamos, que todavía estoy temblando.
- Claro, claro, hija.
- Ya os ocupáis entonces vosotros de Tibor, que como habéis visto es un cielo, y no da ningún problema.
- Desde luego. Pero… ¿Qué es lo que le ha pasado a la muchacha?
- Buuuf. Pues mira… Estaba tranquilamente de merienda-cena en la casa de la aldea…
- ¿En el pazo?
- En el pazo.
Nerea tragó saliva y prosiguió con el relato.
- Estaba tranquilamente con los padres, unos amigos, y en fin, unos invitados, que, bueno, alguien sacó, pues eso, una barra de helado… Y resulta que era helado con stracciatella, y ya sabéis que ella es alérgica a la stracciatella…
- Ay, no sabía
- Sí, sí. Una cosa tremenda. No puede estar a menos de cien metros de nada que contenga stracciatella… Pues se conoce que no pudo resistir la tentación, y comió un pedacito.
- ¡No!
- Solamente una esquinita. Muy probablemente quería testarse a sí misma, y ver como evolucionaba la enfermedad, si se curaba o no, pues de hecho, hace poco me había comentado que estaba siguiendo un tratamiento nuevo, y todo parecía ir sobre ruedas… Pues bien. No pasó ni un minuto que se le empezó a hinchar la cara, luego las manos, los pies… Y así.
- Ay, pobre hija.
- Lo terrible es que al cabo de un rato se le empezó a hinchar también la glotis.
- ¿La?
- La glotis. Eso que tenemos en la garganta para separar el esófago de la traquea. Lo que se abre y se cierra al tragar…
- Ya, ya, ya, ya…
- Pues que se le estrechaba cada vez más y más la garganta, y que no podía respirar.
- Ay, ay, ay, ay…
- Vamos, que se estaba asfixiando allí delante de todo el mundo, y que a lo tonto, a lo tonto, como quien no quiere la cosa, se iba para el otro barrio. De hecho, ya se estaba poniendo azul de la falta de oxígeno, cianótica perdida, que vino el padre, que como ya sabéis es médico, y de no ser porque allí mismo le practicó una traqueotomía…
- Dios mío.
- Que ha sido lo que por lo visto la ha salvado… Que si no allí se quedaba.
- ¿Que lle fixo qué?
- Una traqueotomía, abuela. Que te abren por aquí, debajo de la nuez, para que pase el aire. A cañón. Sin anestesia ni nada.
- Ay que horror. Que horror. No me lo cuentes. No me lo cuentes.
- Que además tuvo que ser con lo primero que encontró de su mano. Perfectamente el cuchillo con el que estaba haciendo las particiones del helado.
- Vaya un mal trago para un padre.
- Buf. Y menudo también para ella.
- Pobre rapaciña. ¿E non e esa que era tan guapa?
- Sí, abuela, sí. Esa.

Partió pues sin más dilaciones Nerea, dejando tras de sí un rastro de amargura, mezcla de conmiseración, espanto y perplejidad. Helada la sangre de todo aquel que a sí mismo se tuviera por persona de bien.
Y por delante quedaba ya, tan sólo, un sucedáneo de mesa de celebración que se habría transformado, así, de golpe y porrazo, en el caldo de cultivo ideal de los silencios incómodos, de las miradas trémulas, de las cabezas gachas.
Es por otra parte, lo que tiene el sentar a la mesa a un húngaro que de español no entiende ni jota, y con el que a duras penas - mediante el lenguaje de signos, y los patéticos intentos de Brais de hacer valer su inglés de bolsillo - se lograba echar a andar una comunicación medianamente viable.
Añádase a eso la más que evidente apatía de Tibor con respecto a la gastronomía local, enemigo declarado de los fritos, y especialmente del aceite de oliva, y tendremos el cóctel perfecto de peros y repugnancias, que hacen que lo que se pretende sea una velada amable se deslice peligrosamente hacia su lado tenebroso.
Afortunadamente, María José, a pesar del agravio como cocinera, no se lo tomó muy a pecho. Lo achacó todo a la ausencia de Nerea, y en ningún momento dejó de esforzarse por que el invitado se sintiera como en casa. A fin de cuentas, lo que no se haga por un hijo, o en este caso, una hija…
No había por otra parte razones de peso por las qué alarmarse. Bien a la vista estaba que el chaval no era de buen diente. Sería que allí, en Hungría, a pesar de no ser un país de los considerados problemáticos en cuestiones alimentarias, tampoco le llenarían demasiado el plato, pensaba Maria José. Y a eso es a lo que estaría acostumbrado.
Pero enseguida se vio que aquella anorexia vital, o permanente estado de ni fu ni fa, también tenía sus puntos flacos.
Quién lo diría, pero el pan de la zona, en este caso, el reputadísimo pan de Cea, con denominación de origen y todo, consiguió lo que nadie más habría podido: Cautivar el delicado paladar de Tibor.
La escena del húngaro comiendo pan, y sólo pan, eso sí, a cuatro carrillos, y como mucho acompañándolo de vez en cuando de un trago de cerveza, entendió Brais, pedía a gritos que fuera inmortalizada con la cámara digital, pero María José se lo impidió.
El señorito sería todo lo raro que quisiera, pero nadie se reiría de él, y menos a las espaldas de Nerea.
Brais, una vez más, experimentó una gran frustración. Y ya iban unas cuantas, desde la llegada del visitante. No le dejaban jugar con el juguete de su hermana, y eso es algo que un hermano pequeño, por regla general, no suele llevar bien.

Pues ese fue el menú estrella: Pan y cerveza.
María José apenas se lo podía creer cuando retiraba de la mesa los restos de la cena. Una cena abundante en manjares que hubieran hecho las delicias de los gourmets más exigentes. Y encima, casero. Hecho con todo el cariño de una madre.
La buena mujer no dejaba de rumiar su descontento.
Si bien hizo de tripas corazón, y en cuanto hubo más o menos recogido los cacharros, se dirigió al desván a ultimar los preparativos de la habitación del invitado.
Al final ella decidió que este durmiera allí arriba, mejor que cederle la habitación grande para él solito. Por otro lado, dado que todos los demás estarían en la planta baja, si en una de estas decidía plantarle fuego a la casa, que todo pudiera ser, a juzgar por lo observado, tendrían más posibilidades de salir huyendo.
Niñerías, sí, pero a María José el novio magiar de marras ya la tenía bastante mosca con sus rarezas.
Y no es que fuera una cuestión de xenofobia, o tal vez sí, pero la verdad es que el tipo se las traía.
Sea como fuere, se avecinaba una larga noche de teléfonos móviles, con Nerea por ahí sola, de madrugada, y cuando menos, quería asegurarse el no tener que acordarse más del tal Tibor.

- Ay, Paco – le dijo a su marido al ir a acostarse – Que me parece que el gusto de la niña para con los chicos, nos va a dar mucho que sentir.
- No, mujer. Esto es pasajero. Ya, cuando madure, sabrá bien que es lo que de verdad le conviene.
- Ay. Que dios te oiga.
- Cierra los ojos y no te atormentes más con ello. Mañana será otro día.

Todos estaban muy alterados por como se habían desarrollado los acontecimientos aquella noche. La presencia de un extraño en la casa, como es normal, contribuía todavía más a enrarecer el ambiente.
Pero al fin, hasta a la más aprensiva, que era María José, la terminó venciendo el sueño. Había sido una jornada de mucho ir de acá para allá, de mucha brega. Y ni siquiera los ronquidos de la abuela fueron obstáculo.

Pero a las tantas de la mañana, sin en un principio saber muy bien por qué, se encontró despierta.
No era típico de ella – pensó - que acostumbraba a dormir de un tirón. Pero a poco que fue ganando en lucidez, pudo escuchar golpes e incluso detectar como si la luz de la cocina se hallara encendida. Era un hilo de claridad, en todo caso demasiado tenue.
Después de un largo rato de escuchas cautelosas, María José optó por apoyarse en el hombro de Paco.

- ¿Qué ocurre? – rezongó este.
- Paco. Hay alguien en la cocina.
- ¿Cómo que hay alguien en la cocina? ¿Quién? – se levantó entonces como un resorte.
- No sé. A la abuela, la oigo roncar. Brais…
- Será Brais que ha ido a beber un vaso de agua.
- No, Brais, cuando va, no suele estar tanto rato.
- A ver, hombre. Me vas a hacer tener que ir hasta allí. Todo para que luego sea una chorrada.
- Yo también me levanto… Para que veas.
- Al final será alguno de los gatos de la calle que ha entrado.

Ambos se incorporaron y caminaron todo el largo del pasillo, pegaditos el uno al otro, como buenos esposos, hasta la puerta de la cocina. Y allí el espectáculo los dejó boquiabiertos.
- ¡Cuidado! ¡Que no nos vea!
- ¿Qué está haciendo?
La sorpresa fue mayúscula, máxime cuando ya se habían olvidado de él.
Tibor, en pijama, atracaba de madrugada el refrigerador.
- Ya sabía yo – murmuró Paco
- Tú qué ibas a saber si ni siquiera te has acordado de que lo teníamos en casa.
- Me refiero a que sospechaba que, por muy centroeuropeo que sea, eso de irse a la cama con el estómago vacío…

Si bien Tibor aparentaba tener una forma muy peculiar de saciar sus episodios de hambre intempestivos.

- ¿Pero qué está haciendo? – se percató entonces María José.
- Está cogiendo mis latas de cerveza, las está abriendo, les está pegando un sorbo, sólo un sorbo, y después las está tirando al suelo. ¡Me cago en el tipo este! Definitivamente está como una regadera… Espera, que le voy a aclarar un par de cositas.

Paco se dirigió hacia él y le arrebató sin miramientos una de las latas de la mano, pero este ni siquiera pareció inmutarse. Continuó haciendo el gesto de llevársela a la boca, como si de un robot se tratase.

- ¡¿Pero…?! – exclamó Paco muy sorprendido.
- Ya sé lo que pasa – afirmó María José, agarrándosele del brazo con ansia – ¡Es sonámbulo!
- ¿Sonámbulo?
- Sí
- Lo que nos faltaba. ¿Y no, podía irse con su sonambulismo a otra parte, y dejar tranquila mi cerveza?
- Pobrecito. Hay que ser comprensivos con él. Y sobre todo no despertarlo. Dicen que es malísimo, que incluso se pueden quedar tiesos en una de esas.
- Menudo panorama. ¿Y ahora qué hacemos?
- Lo primero, ya te digo, bajo ningún concepto despertarlo.
- No sé. Pues entonces llama a Nerea y que te diga algo.
- No. Nerea, podría no estar al tanto y llevarse un buen disgusto. Ya tiene bastante con lo de su amiga. Esto lo vamos a resolver por nosotros mismos.
- ¡Ya me dirás como! – protestó Paco.
- Lo iremos guiando poco a poco a la cama.
- ¡Pero… Si no se deja! ¡Míralo!... ¡¿Y a donde coño va ahora?!
- ¡Sigámoslo!

El jaleo hizo que tanto la abuela, como Brais, se despertaran también y se sumaran al grupo. Ni qué decir tiene que a este último le parecería divertidísimo, y como que, en cierto modo, compensaba el poco caso que hasta entonces se le había dispensado.

- Esto é cousa de meigas – se limitó por su parte a señalar la abuela.

Cosa de brujería, desde luego, y sobre todo en viendo que, lejos de hallarse la situación bajo control, cada vez se ponía peor.
La última peripecia del sonámbulo, de hecho, fue ir al servicio, y ponerse otra vez allí a vaciar de contenido todos los recipientes que encontró a su alcance.
Era verlo y no creerlo. Con el bote de la espuma de afeitar en una mano, y la otra apoyada en la cadera, dibujando grafittis en el espejo, cual artista callejero.
El cabreo de Paco era de los de órdago. ¿Quién le podía asegurar que el individuo este no se estuviese cachondeando de ellos?
Faltó poco para que se desatase su ira, pero la cosa quedó en suspenso, toda vez que el muchacho les volvió la espalda, se giró hacia el ventanuco que daba al exterior, y evidenciando una maña sorprendente, se coló por este, y se puso a caminar por el andamio que Paco tenía montado allí afuera. El mismo desde el que llevaba a cabo sus actuaciones en la fachada.
Y todo, como ya digo, en una fracción de segundo. Sin dales tiempo siquiera a pestañear.

- ¿Cómo ha hecho eso? – se maravillaba el bueno de Paco.
- Estes húngaros sonche todos medios saltimbanquis – daba su particular versión del caso la abuela.
- Ay, Paco. Hagamos algo. Andando por esos tablones se va a descalabrar.

Era lo último que hubiera deseado Paco. Tener que subirse al andamio a oscuras, justo cuando debería hallarse en la cama descansando, pero no le quedaba más remedio.
No estaba muy claro, tampoco, que este fuera a poder con el peso de dos adultos, y eso que él los solía levantar cuidándose bien de que fueran de sobra resistentes.
Se encomendó pues a ello, y con las mismas se fue tras Tibor.
Aquel irregular mecano de tablones y puntales semioxidados, no garantizaba nada que no fuera una larga estancia de hospital. En esas condiciones, Brais, al ser más ligero, se ofreció a sustituir a su padre, pero este se negó. Nadie conocía mejor que él aquel entramado. Aparte de ser su típico comportamiento autosuficiente de siempre.
Lo que nadie se explicaba era como el novio de Nerea, el bendito novio, se las apañaba para moverse por aquella tela de araña como si del salón de su casa se tratara.
Era de locos.

- Está allí – le gritaba María José – En el otro extremo.
- Ya lo he visto.
- Se va a caer. Ay, dios mío, que intenta agarrarse a la chimenea pero no le va a llegar la mano.
- Si llega, sí. Pero… ¡La chimenea no! – se dio cuenta de pronto Paco – Recién la acabo de desencofrar, y tiene el cemento fresco.
- Nooo – se desesperaba María José.

Paco al entender él que un trágico final se avecinaba, hizo acopio de fuerzas, y agarrándose de aquí y de allá, tomando impulso con el pie entre dos bastidores, se columpió un par de metros hasta casi rozar con la yema de los dedos uno de los tobillos de Tibor.
Fue lo que hizo falta, no obstante, para que todo el tenderete dijera hasta aquí hemos llegado.
No como un castillo de naipes, pero si muy parecido, se vino entonces abajo, desplomándose uno por uno sus sucesivos niveles, y llevando a Paco de costalazo en costalazo, a medida que iba descendiendo entre ellos.
Fue realmente espectacular, y desde luego no menos que la estirada de Tibor para, en un último escorzo, asirse de unos cables. Salvándose así de correr la suerte de Paco.
El grito de horror de María José, Brais y la abuela, viendo caer de tablón en tablón, como un fardo, a su marido, padre y yerno, respectivamente, casi se pudo oír en toda la aldea, y muy seguramente también en toda la parroquia.
Si bien, su ángel de la guarda velaría en todo momento por él, y milagrosamente, de debajo de todo el caos y la polvareda, que lo podrían sacar todavía consciente.
En cuanto al número de huesos rotos, eso ya es otra historia.
María José lloraba de felicidad. El susto había sido morrocotudo, pero ahora ya había pasado todo, o al menos eso parecía. Incluso Tibor había puesto ya los pies en el suelo, y se hallaba despierto y en sus cabales.
Y era cómico, de hecho - ignorante de lo mucho acontecido - como su cara de no haber roto un plato, contrastaba con el catastrófico aspecto de cuanto le rodeaba.

- Apartémonos lo antes posible de aquí – dijo María José, exhortando a Brais para que le ayudara a mover a su padre, alejándolo definitivamente de todo aquel amasijo de hierros retorcidos y tablones con astillas en punta.
- ¡Pesa moito! – bufó Brais.
- Ayyyyy – se quejaba amargamente Paco.
- O Mercedes. Metédeo no Mercedes – apuntó con mucha vista la abuela.

El Mercedes, de hecho, había quedado allí aparcado – fatalmente aparcado a decir verdad - recibiendo no poca parte a su vez de la lluvia de escombros sobre la carrocería.
Unos escombros que se hallaban peligrosamente repartidos en un radio de varios metros.
De hecho fue pisar mal en uno de aquellos, y desencadenarse una nueva avalancha, a cuenta de lo que aún quedaba en pie, palos, ladrillos y capazos de masa.
Afortunadamente, nadie sería sepultado esta vez, pero en su final arreón por desarmarse completamente, algún que otro puntal alcanzó por fin a hacer palanca contra el eje trasero del Mercedes.
Un Mercedes este, que al no tener el freno de mano echado, apenas ofreció resistencia al empuje, y se dejó conducir amistosamente al abismo. Atraído por el magnetismo irresistible de la piscina y con las leyes de la gravedad jugando todas de su lado.
Paco, los ojos como platos, maltrecho, aún sumido en angustiosísimos dolores procedentes de todos los rincones de su cuerpo, todavía tendría pues que aprestarse a presenciar su peor pesadilla. A, como diría Hiro Hito, aquel emperador que derrotado por la bomba atómica, rindió por primera vez en su historia el Japón a los americanos, soportar lo insoportable.
Nada era comparable a ver precipitarse al agua, para luego lentamente sumergirse, sin poder hacer nada para evitarlo, a tantos miles de euros ganados con tanto esfuerzo.
El buque insignia de su orgullo se iba así a pique a manos de la infantería húngara.
Difícil me es de traer al recuerdo ahora, el si en algún momento de la historia los naturales de esta nación se enfrentaron con los de la nuestra, y cual fue entonces el resultado de la contienda, que sería cosa de rebuscar en las hemerotecas.
Por lo que incumbe, en cualquier caso, a aquella infausta noche, la debacle era más que obvio de que lado había recalado.
Ya no quedaba por ver, si acaso, más que la expresión de Nerea cuando se topase de bruces con lo ocurrido.
Mientras tanto, allí esperaban impávidos los miembros de aquella familia de orensanos de bien, gente de toda la vida y muy querida de todos, como se suele decir en estos casos, a los que el destino había convertido en víctimas de sus perrerías. Contemplando el burbujeante espectáculo, inhabitual como pocos, de un Mercedes clase E, color perla negra, y apenas con un par de años de rodaje, literalmente hundiéndose.
Buscándose plácidamente acomodo en las aguas poco profundas - pero, eso sí, muy traicioneras - del pulcro e inmaculado lecho piscinil.

The End.

2 comentarios:

Alís dijo...

Santa paciencia la que tuvo la familia con Tibor que, desde luego, no tuvo mucha suerte en su presentación.
Muy divertido el relato. Me gustaría saber la reacción de Nerea al volver a casa y encontrarse con semejante espectáculo

Besos

Anónimo dijo...

Ay, los caprichitos de los hijos...Yo hubiera matado a la niña tal cual volviera de ver a su amiguita...