lunes, 1 de noviembre de 2010

El acomodador

Aquella tarde la lluvia se había adueñado de todo y todos, sin esperanza ni remedio. Nadie lo diría, pero lo mucho que se nota uno de estos estúpidos cambios de hora… Ayer mismo, a esta hora en la que siempre salgo del trabajo, todavía era de día.

A Food and Drugs production

Sombras y más sombras. Eso era lo poco que el parabrisas del coche me dejaba ver. Caminando frenéticas, atropelladamente, por entre los obstáculos que ellas mismas, las unas a las otras, se interponían.

In association with Quasarts entertainment

Desde el final del verano no recordaba atasco de tal magnitud. Ni siquiera las calles más recónditas se libraban de ese caos en cámara lenta.
No había escapatoria, ni tampoco clemencia. Lo circulatorio y lo pedestre confluían en los mismos puntos robándose con malas maneras la iniciativa. Y nadie parecía hallarse muy a disgusto en medio de esa tácita, esa pactada, descortesía. Lo principal era ponerse a cubierto, pudiendo prescindir, a voluntad, de ese lastre que tan a menudo es el respeto y la buena educación.
En fin. Digno de verse…
¡Todo un simulacro de supervivencia antediluviana por tan solo unas gotas de simple agua, agua nada más, llovidas del cielo!
O quien sabe, tal vez esa solamente era mi percepción personal.
Sí, tal vez lo que estaba viendo por mis ojos me llegase a los sesos, una vez más, demediado. Quizás la realidad no fuera triste, ni decepcionante, sino puro jolgorio, y yo la estuviese interpretando en re menor.
De hecho esos niños que, arrastrados con ímpetu por sus madres salían del colegio, parecían ondear no sino como banderas al viento, extasiados por el temporal. Tal vez felices experimentando la novedad, observando el cambio tan brusco que se operaba en el humor de la gente, por tan poca cosa.
Cuando se quiere hacer de algo una diversión, o un drama – pensé - todo es proponérselo.

The Usher
(El acomodador)

©Food and Drugs, MMX.

Aunque, ¿Quién era yo para hablar? ¿Quién? Apenas otro fracasado más, de tantos que hay en el mundo, eterno aprendiz en ese viejo oficio de darse lecciones a uno mismo.
Otro patético aficionado al arte de lanzarse a sí mismos peroratas en forma de bumerán.
Sí, porque una vez más había que darle la razón a mi exsuegra cuando dijo de mí que era un depresivo.
Felicitaciones para la muy berrenda, reina madre de las marujas, de nuevo había dado en el clavo.
Como la ley de la gravedad, que empujaba a aquellas gotas a estamparse con furia contra el cristal del parabrisas de mi coche, así eran todos sus juicios. Y el tonto de mí braceando con torpeza, cual frágil artefacto mecánico a la intemperie, para desembarazarme de ellos y drenar tanta ponzoña, antes de verme inundado.
Había poca luz en la calle. Y la poca que había era sin embargo cegadora.
Verdes, naranjas y rojos, con predominio de estos últimos, parpadeando, instalándose en la retina por las bravas, como signo inequívoco del curso que habían tomado los acontecimientos. Resplandores fugaces, portadores de malos augurios.
Estaba allí atrapado conmigo mismo y, seamos realistas, no me proporcionaba en absoluto buena compañía. Los remordimientos, las culpas y toda otra suerte de turbulencias craneanas hacían de la experiencia intramuros todo un acto de expiación.
Necesitaba hablar con alguien. Pero ¿con quien?
No podía contar a cualquiera esas cosas que tanto me avergonzaban. Sólo de pensarlo ya me imaginaba las miradas, los gestos, esa expresión malélova de “esto sólo le pasa a los pringaos como tú”, “otro al que se le rompió la correa de transmisión, y no sabe cambiarla”.
Porque inevitablemente, el divorcio de Lourdes saldría a la palestra.
En fin. Tal vez no debí… No debí haber permitido que se llegase a ese extremo. Pero hay cosas en la vida en las que uno no decide ni el qué ni el cómo, sino solamente el cuando. Nuestra ruptura era tan sólo una cuestión de tiempo. Yo lo sabía, ella lo sabía, y así todo el mundo. Sí, todo el mundo se lo imaginaba también. Era, por así decirlo, algo del dominio público. Algo impepinable.
Y yo que pensaba que aquello podría suponer un nuevo comienzo…
Las gotas cada vez eran más negras, la visión más borrosa, y en aquella condenada hilera de vitrocerámicas con ruedas, apuñalando el freno de mano por toda la cuesta arriba, nadie parecía querer moverse. Más que la avenida del obispo Diosdado, aquello parecía el teleférico al infierno.
Entonces tuve una idea feliz. Al menos una.
Recordé como en otros tiempos - breves momentos de la niñez que vinieron a mi memoria - estando yo muy angustiado, fue entrar en un cine, y ver la luz.
Seguramente uno de aquellos veranos en los que la pubertad se asomaba a la puerta, crucifijo en mano, cual exorcista. Yo muy timorato y confuso con todo aquello que me estaba pasando, y para lo que no encontraba una respuesta satisfactoria.
¡Bendita adolescencia! ¡La mucha guerra que dio! El antiguo régimen derrumbándose ante nuestras narices, y, como dice el otro, a nosotros, pobres corderillos recién esquilados, nos daba por enamorarnos.
Pero volviendo al tema en cuestión. Recordé, como ya digo, el efecto balsámico de aquella sesión cinematográfica en la que el juego de luces y color, música y emociones, había conseguido doblegar a las siempre correosas fuerzas de la oscuridad.
Y no fue fortuito. De hecho el Centro comercial “Los olivos” estaba tan sólo a dos manzanas de allí. El único lugar de la ciudad donde todavía se podía ver una condenada película en pantalla grande.
Sólo era cuestión de buscar una salida a izquierdas - un volantazo tan solo - y dejar a un lado aquella procesión de penantes motorizados, siervos amantísimos del combustible fósil, todavía enfundados en sus plomizos trajes de faena.
Todo un atrevimiento. Toda una osadía abandonar aquel siniestro aquelarre y precipitarse en busca de algo asemejable al arco iris.
Pero no me amilané.
Y fue como salir de un eclipse. De pronto la repetitiva ruta de todos los días había sido vuelta del revés por un golpe de aventurerismo. Por un momento sintiendo como si me hallara inmerso en una persecución policíaca. Como si me fuera la vida en ello.
De modo y manera que todo transcurrió más fácil y asépticamente de lo previsto.
El centro comercial tenía un aparcamiento enorme, y prácticamente siempre vacío - de hecho las tarifas no eran cosa de tomársela a broma – por lo que no me resultó complicado encontrar una plaza.
Parecía lógico por otra parte, estando las calles como estaban, en el orto de la pleamar en lo que respecta a coches, autobuses y peatones, que allí no hubiese a la vista más que cemento. De hecho, columnas y más columnas de hormigón que se perdían en lontananza, como en un juego de espejos superpuestos, conformaban aquel paisaje subterráneo. Todas ellas uniformadas en verde y blanco, y escrupulosamente numeradas, que, cualquiera diría, se esforzaban en sostener poca cosa más que aire viciado.
Por fortuna, sólo acceder de hecho al recinto comercial propiamente dicho, eso que me había atraído hasta allí, las salas de cine y demás parafernalia, me las encontré de frente. Ni siquiera tuve que molestarme en buscarlas entre los locales de tiendas y más tiendas de moda y complementos para bolsillos ciclotímicos.
Fue pues llegarme a la ventanilla y solicitar mi entrada para la película. ¿Qué película? Cualquier película.
Y nunca me hubiera imaginado que una diversión tan popular como el cine pudiera estar tan caro. Pero, bueno, asumí que desde los tiempos de mi infancia los precios algo, por evolución natural, deberían haber subido.
Mejor para mí, pensé. Así tampoco estaría abarrotado de gente, y podría elegir donde sentarme.
Luego reparé en que las descargas de internet le podrían haber hecho mucho daño, y siendo yo, como de hecho era, un gran consumidor de megabites pirateados, acepté ese pequeño cargo en compensación.
La dinámica del entretenimiento gratuito tendría que tener, por lógica, un reverso oscuro.
Sea como sea lo que yo iba buscando nada tenía que ver con ocios ni divertimentos, ni caros ni baratos.
Yo, a sabiendas o no, acudía a un templo. A un templo en el que se obraban milagros, y donde los padecimientos del alma encontraban sanaciones científicamente inexplicables y hasta heréticas.
Eso sí, en cuanto accedí a la sala comprobé que no era yo el único que había peregrinado hasta allí en busca de aquella mágica terapia. De hecho me había equivocado de parte a parte en mis suposiciones. El cine estaba lleno. Lo que se dice de bote en bote.
Así me encontraba yo pues, en aquella hora indefinida de la tarde, o quien sabe ya si de la noche, inmerso en la indecisión del qué hacer o qué no hacer, de por dónde hincarle el cuchillo al melón, cuando el acomodador - Sí, había un acomodador. Todavía existía para mi sorpresa aquella legendaria figura del acomodador – envuelto en sombras se vino a mi y me ofreció, amablemente, sus servicios.
- ¡Dígame caballero!
- Buscaba un sitio, pero no sé si con tanta gente...
- Cómo no. Acompáñeme.

Fue así como, linterna en mano, aquella escurridiza silueta, apenas corporeizada por el contraste intermitente de los claroscuros, me guió por entre los varios pasillos y filas de aterciopeladas butacas, hasta, en efecto, dar por fin con una de ellas libre.
- ¿Está cómodo?
- Perfectamente. No sabe cuanto se lo agradezco.
- No hay de qué.
Por supuesto mi intención era le de sumergirme en mi soledad autoinducida en cuanto el acomodador se retirase, pero por alguna extraña razón no acababa de largarse, y hasta incluso parecía que se había quedado allí, como para vigilarme. No pensaría que yo fuera uno de esos depravados que a la menor oportunidad aprovechan para… ¡Por favor!
Como por más que esperé, no se iba, deseando al menos que me quitara la vista de encima, y no me anduviera más a la chepa, decidí dirigirme a él.
- ¿Sí? – le interpelé.
- No. Que es que me llama mucho la atención que venga tan tarde, con la película ya casi terminando.
- ¡Ah! Pues, ahora que lo dice… No tenía ni idea.
- ¿Entonces para que ha venido?
- Para estar solo – le espeté.
- Ah, pues usted perdone, ya me voy, faltaría más. No le quería molestar.

Entonces, inmediatamente, me arrepentí de haber dicho aquello. Lo cierto es que el acomodador tenía cara de buena persona. Y había hecho en todo momento gala de unos modales hoy por hoy, por completo relegados al campo de la Arqueología.
- No se vaya. Lamento lo dicho. No quería ofenderle – le agarré del brazo.

Sus ojos, mortecinos, portadores de una tristeza consuetudinaria, parecieron entonces por unos instantes recobrar el brillo de tiempos más joviales, no tan sombríos, y desembarazarse de la hojarasca.
- Yo no pretendía incordiar – se excusó de nuevo.
- Nada de eso. Ande. Siéntese y hágame compañía.
- Pero yo no puedo. No sé si se contempla en mis funciones…
- Olvídese. Como bien dijo, a la película ya no le queda nada. Usted ya ha cumplido.
- Una película tan bonita.
- ¿Sí? ¿Era bonita?
- Una jartá de bonita.
- Pues la verdad, que ni sé qué película era…
- La hiel del Minotauro.
- ¿Del Minotauro?
- Sí. Un taquillazo.
- ¿En serio?
- Seis semanas que lleva en cartel, y ya puede usted ver como está el cine, que no cabe un alfiler. Para tratarse de una producción española, bien que se pueden dar por satisfechos sus productores.
- Increíble, ciertamente.
- Es que… Es que… No deja indiferente a nadie. La de veces que la habré visto ya, y cuando llega la escena en que él se despide de ella, vamos, que no puedo evitar ponerme a llorar como una magdalena.
- Caramba. ¿Y falta mucho para eso?
- Bueno. Eso ya fue. Ahora es cuando ella se casa con el otro.
- Ah, el otro.
- Sí. Bueno, es que tendría que contársela desde el principio, y es muy larga… Y es que es tan bonita… Viéndola por uno mismo, me refiero.
- Ya, la lástima es que no creo que pueda volver otro día. En mi vida hay tiempo para todo, menos para las historias bonitas.
- Pues no se apure que se la resumo en nada, en dos párrafos. A fin de cuentas está basada en hechos reales de los tiempos de la guerra civil.
- Ah. Ya. De la guerra civil…
- Sí, pero no como usted se imagina. Nada que ver con las demás. De hecho la contienda nacional solo hace las veces de telón de fondo. Lo principal es la relación de amor entre el apuesto torero portugués Amador Gonçalves el “luso” y la famosa tonadillera gaditana Trinidad del Rocío, la “Trini”. ¿Se acuerda? ¿Se acuerda usted de ellos?
- Hombre, por entonces yo aún no había nacido. De hecho, faltaba mucho todavía.
- Yo, tampoco. Pero de aquello se habló durante generaciones. ¡Qué pedazo de historia de amor! ¡No me diga que no la conocía!
- Pues no.
- Lástima. Pues como le digo, la escena en la que tratan de atravesar los Pirineos juntos Gonçalves, el “luso”, con la “Trini”, que era roja como los fresones de su tierra, es de antología. El momento en que la guardia civil les tiene prácticamente acorralados y le encomienda a su subalterno de confianza, el “Lagartijo”, que se haga cargo de ella…. Buaoooh. Pura poesía. Se me saltan las lágrimas sólo de rememorarlo. Y no es que yo sea muy sensiblero, pero… El que no llora en ese pasaje concreto, no es persona nacida de padre y madre.
- Una pena que me la haya perdido.
- Totalmente. Pero aún falta. Aún falta.
- ¿Sí?
- Obviamente el “luso” cae ametrallado en su intento de despistar a sus captores. Es entonces cuando los otros miembros de su cuadrilla, que le acompañaban en la huida, y que en ningún momento lo habían dejado sólo, viéndolo allí desangrado, tirado como un perro, en lugar de salir por pies, se lo cargan entre los dos y lo levantan en hombros. Y se van derechos con él hacia sus verdugos. Como si escenificasen un triunfo por todo lo alto, como en sus mejores tardes de gloria… No se puede usted imaginar como se pone entonces la sala de cargada. De una punta a la otra, no se oye más que gente atragantándose con sus propios mocos y alguno que otro teniendo que sonárselos por lo bajinis en el pañuelo.
- ¿Y les disparan? ¿Les disparan a ellos también los guardias?
- ¡Imposible! La vergüenza les embarga y, ante la visión del extranjero exánime, son incapaces de apretar el gatillo. El teniente les ordena que abran fuego, pero lo desobedecen.
- Vaya. Un poco folletinesco. ¿No?
- En absoluto. Es más, se trata de una metáfora inmejorable de lo que, años más tarde, devendría en la transición de nuestro país a la democracia.
- Vaya. Pues a mi entender hay que afinar bastante para captar el doble sentido.
- No se pilla fácil, no, pero esa es precisamente su virtud. En cualquier caso la película está trufada de alegorías iguales o parecidas.
- ¿Como por ejemplo?
- Como por ejemplo esta que viene ahora y que es ya al final, cuando el “Lagartijo” le confiesa su amor a la “Trini” y le pide que se case con él. Tremenda también.
- No es, que digamos, un final muy ortodoxo.
- Porque no ha oído los razonamientos del “Lagartijo” cuando trata a la desesperada de convencerla. Cuando le abre su alma de parte a parte, su alma sencilla pero recia cual alcornoque de la Extremadura desharrapada, para finalmente in extremis vencer su rechazo. Es un ejercicio de realismo brutal. Con la banda sonora de Pepón Ridruejo de fondo. Se queda uno como si… Como si en lo que dura la proyección, le hubieran estado chupando todos los fluidos linfáticos por un tubito. Luego viene el fundido en negro, y lógicamente… No vea lo que le cuesta a la gente levantar el culo de los asientos. Todos volviéndose cariacontecidos hacia las salidas, con los ojos enrojecidos, hurtando la pupila blanda de la vista del de al lado. Se ven muchas cosas en un cine. Se ve la vida a través de los sueños. Y viceversa. Y todo queda plasmado en la retina, como si esta estuviera hecha también de celuloide.
- ¿Este actor es el que hace del “Lagartijo”? – pregunté al verlo de pronto entrar en escena.
- Sí, señor. Luís Barrientos. Goya al mejor actor de reparto el año pasado.
- Ah, pues… Pues así caracterizado, como que… Como que me recuerda bastante a mi padre en las fotos de cuando era joven.
- ¿En serio?
- Sí, sí.
- Pues es de lo mejorcito que hay hoy en día. Un profesional como la copa de un pino. Y, ya le digo, fue el año pasado cuando le empezaron a dar papeles buenos. Que como galán nunca se comió una rosca.
- Debe ser bueno, sí… A mi desde luego, me resulta del todo creíble.
- Y mire que este personaje del “Lagartijo” se las trae, eh. Porque hay que haber tragado mucha bilis en esta vida para comprender, y para poder meterse en la piel, de un personaje tan complejo. Nada menos que el banderillero encargado de apuntillar las reses que abate su maestro. Posiblemente el arcano más sórdido en la baraja de la tauromaquia. Pero ya le digo, lo borda. Es más, me apostaría a que este año le vuelven a dar el Goya. Aparte del de mejor película, claro está, que ese está cantado. Y ya veremos si no se lleva también el Oscar.
- Seguro.
- ¡Oh! Es ahora. Lo que le decía. Ahora es cuando se encuentra con la “Trini” y le hace su proposición.
- Ahora están en Francia. En el exilio. ¿No?
- Sí, en Perpignan. Han pasado ya quince años y se reencuentran en un acto de exiliados y excombatientes.
- Pero… ¡Un momento!
-
De repente un escalofrío me recorrió de arriba a abajo la espina dorsal. Casi enmudecí. La artista que representaba a la “Trini”, si es que realmente era esa, que todo parecía indicar que sí, era clavada a mi madre. Idéntica a ella en la época que me tuvo a mí.
Los sudores fríos se extendieron a todos los rincones de mi anatomía.
Aquello ya era demasiada coincidencia, pero no dije nada.
En esta vida ya he metido muchas veces la pata por cuestiones baladíes, por cosas infinitamente menos absurdas, pensé, como para de nuevo volver a hacerlo. Traté pues de relajarme, en la medida de lo posible.
- Vea usted que contraplano se saca aquí de la manga el cámara - seguía a lo suyo el acomodador - Parece como si al tiempo que el “Lagartijo” va hablando, las arrugas de la frente de la “Trini” se desvanecieran. Mérito, por supuesto, del director de fotografía. Pero también y más que nada, de los protagonistas. De hecho casi ni necesitan de los diálogos, se lo están diciendo todo con la mirada.
- No lo hacen mal. No.
- ¡Cuánto dolor hay en esa mirada de la Trini! ¡Cuanta renuncia! Y sin embargo vea como se va tornando en esperanza a medida que avanza el plano. Sus ojos se van llenando de luz, cual si la tierra magra y reseca recibiera de la acequia un reguero de agua revitalizadora. ¿Es o no es para quitarse el sombrero?
- Hay mucho oficio. Eso es innegable.
- Dígamelo a mí. Que de otra cosa no sabré, pero que de esto entiendo un rato largo.

Los minutos finales asistimos en silencio, sin más bisbiseos, a la culminación del film, que aunque no lo confesé – será tal vez que lo cogí empezado, o más seguramente por el mal rollo que me producían los parecidos de los actores – en ningún momento me había tocado fibra sensible alguna.
- Aaaah. Es ya la música del fin. Discúlpeme un momento que voy a darle a las luces. Y, por favor, no se vaya. Véngase luego a la garita conmigo que tengo allí una pequeña nevera, perfectamente surtida de cerveza y cosillas para picar.

Y allí me quedé, sentado en mi butaca mientras el resto de los espectadores deambulaban en dirección a los aliviaderos. A vueltas con el tema de los aspectos físicos del “Lagartijo” y la “Trini”, y más en general, de las casualidades de la vida. Tan sorprendentes a veces.
Y pude comprobar, como me había indicado el acomodador, sin duda un tipo perspicaz, que los ojos de la gente al salir del cine eran ciertamente de otra naturaleza. Más endeble, pero paradójicamente, también más vigorosa. En un orden espiritual, evidentemente.
Así puestos, y dado que había decidido echar el día a perros, y no tenía prisa ninguna, le hice caso al acomodador, de quien por cierto todavía ignoraba su nombre, y le fui a visitar, llamémosla así, a su sacristía.
- ¿Se puede?
- Por supuesto. Póngase cómodo. Ahora mismo termino con estos asuntos.
- Todo informatizado ¿eh?
- Sí. Bueno. Menos cansado que andar yendo de acá para allá cargado con los rollos de película, pero… ¿Me creerá si le digo que lo prefería?
- Es posible – me reí.
- Yo ya he pasado por todas… He vivido muchas… Sólo tengo cerveza de esta marca, “Hiper” – me alargó una lata fresquita.
- No importa. No importa.
- Esto, dirán lo que quieran, pero es la mejor medicina que se ha inventado nunca - concluyó sonriente, tras de un prolongado sorbo a su lata.
- Coincido plenamente. Y por cierto, que antes no he tenido ocasión de preguntárselo… ¿Cual es su nombre?
- ¿De quién? ¿El mío?
- Sí.
- Celestino.
- ¿Y el suyo?
- Fran
- Encantado.
- Y, de ahora en adelante, me va a permitir que lo tutee. ¿De acuerdo, Celestino?
- Como usted guste, Fran.
Saborear aquella cerveza, sin prisas, sin estrés, era algo que de tan olvidado que lo tenía, casi me resultaba un placer a la altura de esos otros más inalcanzables, incluso de los prohibidos.
- ¿Y qué te trajo por aquí Fran?
- Pues. En fin. Es largo de contar. Y en absoluto reconfortante.
- Ya. Preferirías olvidarlo.
- Exactamente.
- Pues nada. Déjalo correr. Y a vivir que son dos días.
- Ojalá pudiera. Ojalá.
- ¿Es relacionado con el trabajo?
- Bueno, no exactamente pero sí.
- No quieres hablar de ello ¿Eh? Ya me lo pareció antes.
- No es eso. No es fácil. Sabes, yo no estoy descontento con mi trabajo. No me asusta el esfuerzo, ni la competitividad, ni nada de eso… Al contrario, me da energías. Me rejuvenece. Pero…
- ¿Pero?
- Me siento ridículo hablándole de esto a un desconocido. Bueno, no desconocido pero casi… Prácticamente nos acabamos de conocer y ya te estoy contando mi vida. Dándote la paliza.
- No te preocupes. Mi tiempo transcurre entre la ficción. Estoy aburrido de la ficción. Prosigue.

Proseguí pues.

- Pues el año pasado, más o menos por estas fechas, todo cambió. Mi matrimonio, la hipoteca, el coche, todo iba bastante bien encarrilado. Incluso Lourdes, mi esposa, mejor dicho exesposa, y yo nos empezamos a plantear el tener un hijo. Un hijo, sí. Lo normal después de estos años casados.

Pese al esfuerzo que me costaba avanzar, Celestino no perdía detalle de lo que le estaba contando. Los ojos como platos.
- Incluso fue cuando recibí el ascenso… Pero… Pero a partir de ahí fue cuando todo se vino abajo. A partir de cuando la conocí a ella.
-
Celestino abriría seguramente todavía más los ojos, pero yo ya no sabría decir cuanto. Ya no pude sostenerle la mirada.
- ¿Otra mujer?
- Y de la forma más tonta.
- ¿Hubo algo?
- No. Que va. Ni siquiera tengo ese consuelo.
- Vaya.
- Esa mujer me cautivó desde el primer momento, y desde entonces no he sido más que un juguete en sus manos.
- ¿Qué es? ¿Una compañera?
- Más o menos. En realidad es la secretaria de mi nuevo jefe.
- Que es con quien se lo monta.
- No. Ni eso. Es que es muy joven, la chiquilla.
- Ya
- Pero es tan guapa. No, guapa no es la palabra correcta… Ni atractiva. Es… Es… Es una de esas mujeres capaces de acobardar a un regimiento entero de ejecutivos agresivos, engominados y encorbatados, de poner de rodillas a cualquier mandamás con un simple mohín de desagrado.
- Esas mujeres son venenosísimas, como las culebras del desierto. Nada más toparse con una, hay que tratar de evitarla a toda costa.
- El caso es que no puedo. La tengo sentada justo en el escritorio de enfrente. Ocho horas seguidas que he de aguantar el chaparrón, y así los trescientos sesenta y cinco días del año… Bueno, tantos no, pero… ¡Los que sean!
- En fin. Si por lo menos te alegra la vista…
- No. Descuida. Ya se asegura ella de que no sea así. De hecho se ha hecho amiguita de un contable gay, y se pasan juntos las mañanas riendo, así, a lo vengan bombas, y que salga el sol por Antequera… Haciendo como que me ignoran, pero en realidad enterrándome en vida con toneladas y más toneladas de indirectas. Y cada vez más sibilinas. En resumen, ensayando conmigo su material de guerra, cual espécimen de laboratorio en manos del doctor Mengele. Y yo haciéndoles su trabajo. Que eso es lo mejor.
- Claro. Las guapas, ya se sabe, llega con que estén para adornar.
- Sí. Pero ¿Y el marica? ¿Qué pinta en todo esto? ¿Quién le ha dado vela en este entierro? ¿Qué le he hecho yo, que soy la tolerancia personificada?
- Será que te ha descubierto mirando a la muchacha con ojos de deseo, y se cuida de entrometerse lo justo para ver de cómo le saca provecho. Los homosexuales tienen un sexto sentido para estas cosas. O a lo mejor es que este, a su vez, siente algo inconfesable por ti.
- Que va. Si el muy cretino me odia. Es otro niñato más de los que han entrado recientemente en la plantilla. Me ven como a un viejo, y han decidido que les sobro. Querrán hacer hueco para que enchufen a más de sus coleguillas.
- No, hombre, no. Eso es ser demasiado negativo.
- Y pensar que no hace ni dos telediarios que era yo el que iba por los pasillos presumiendo de lozanía y derrochando vitalidad.
- C’est la vie!
- Que paga con la misma moneda… Como ves, un soberbio marrón. Pero basta una mirada suya, que se dirija a mí, o que pronuncie mi nombre, para de sopetón proporcionarme paz entre tanto tormento. Algo que lejos de ayudarme, me hace todavía más desdichado. Pues se ha transformado en algo así como una droga, y yo, por más que lo quiera negar u ocultar, me he terminado convirtiendo en un drogadicto.
- Suele pasar.
- El caso es que soy un drogadicto que resiste muy bien las humillaciones del amiguito rosa, de ese remedo de drag queen, vestido de incógnito y en misión secreta, y, por encima de todo, los periodos de indiferencia a los que ella me somete, que más parecen glaciaciones… Y que es capaz de manejarse en la abstinencia con cierta dignidad, mientras que ello, si bien, siga aconteciendo bajo los efectos de su aura estupefaciente… Lo terrible de verdad comienza en cuanto ella se va, y un día más soy consciente de que no me pertenece, y que nunca lo hará, y que tampoco habrá sitio para otra que la sustituya. Porque mi capacidad de amar ha sido salvajemente arrancada de cuajo. Ella acabó con Lourdes. Y va a acabar conmigo.

Las lágrimas acudieron a mis ojos con rabia, con cajas destempladas, pero logré contenerlas.
- Estoy desesperado – balbuceé al fin - Me he vuelto un tipo malencarado e irritable, y cada día pierdo los estribos con más facilidad… Sólo soy persona en su presencia.
- Pues vaya problemón.
- Un problemón. Sí, señor. De los gordos. El otro día sin ir más lejos salía yo del aparcamiento del hospital, que había estado visitando a una tía segunda recién operada de una cadera, y me enzarcé en una gresca con una pandilla de chavales. Así de triste. Con unos macarrillas del tres al cuarto que ya me había cruzado antes en la máquina de abonar los tiquets. Todo por una tontería de quien sale antes o después, y si yo tengo la preferencia o la tienes tú. El caso es que yo trataba de imponer mi respeto, pero sin ningún efecto constatable. Todo lo contrario. De hecho, eso les animaba a pitorrearse y a hacer guasa de mí, todavía con más profusión.
- La juventud de hoy en día no se parece en nada a nosotros. Y nada se puede hacer por remediarlo, son tiempo perdido.
- De hecho pasaron con su coche, un BMW serie 5 nada menos, seguramente de segunda mano, a todo lo que daba y quemando rueda, a escasos centímetros del mío. Estando incluso a punto de llevárseme por delante.
- Unos delincuentes.
- Y ahí fue cuando se me cruzaron, ya sí, definitivamente, los cables. Cogí, metí la primera, y antes de que se me pudieran perder del todo de vista, me fui a por ellos como alma que lleva el diablo.
- ¡Caramba!
- ¡La primera vez en mi vida que me picaba con alguien al volante! Ya ves, con cuarenta y cinco años, que se dice pronto…Y la última. Eso también.
- No es cosa buena, no.
- Tendrías que haber visto la persecución a toda pastilla por la circunvalación norte. De no ser por lo patético que resulta, incluso se podría afirmar que mi destreza como conductor quedó más que demostrada. No obstante, sea como sea, para todo lo demás iba ciego. Incapaz de razonar serenamente. Había hecho de aquello una afrenta personal en la que mi orgullo, y la posibilidad de seguir mirándome al espejo por las mañanas, estaban en juego. De hecho, en aquel BMW negro, cuya antenita trasera imitaba la forma de una aleta de tiburón, no viajaban sólo cuatro gamberros barbilampiños sin oficio ni beneficio, camorristas de barrio en busca de jaleo, sino la generación entera de Nuria, que, con ella a la cabeza, me estaban buscando la ruina.

Cogí la lata de cerveza, que había recién acabado de beberme, la estrujé en mi mano y la lancé a la papelera que había un par de metros más allá. Sin encestar, para ser más exactos. Pero allí estaba Celestino, atento al rebote, para palmearla.
- Naturalmente enseguida se apercibieron de mis intenciones – continué con la narración -y pisaron sin complejos ellos también el acelerador. Era una carrera a vida o muerte. Y el infeliz que se interpusiese en nuestra trayectoria… Mala suerte.
- Es tremendo.
- Desde luego. Y no me mires así. No me enorgullezco en absoluto de mi comportamiento. Pero en aquellos instantes mandaba la adrenalina, y los latidos de mi corazón se limitan a seguir inopinadamente los sincopados acordes de un motor de explosión de cuatro tiempos.
- ¡Podrías haberte matado perfectamente!
- Desde luego. Pero en ese momento no me importaba, te lo aseguro.
- O acabado en una silla de ruedas.
- Como ya te digo. Mi capacidad de razonamiento estaba apagada o fuera de cobertura.
- ¿Y cuál fue el desenlace?
- Pues, ya verás… Tras saltarme varios semáforos, pasar por encima de isletas, pasos de cebra… Adelantamientos forzados y derrapajes, incluidos… Conseguí al fin adelantarlos, y con una maniobra similar a la de los coches patrulla de los telefilmes, echarlos, a la salida de una intersección, contra un conglomerado de vallas publicitarias. Puedes imaginártelo perfectamente, los vehículos detenidos, saliendo humo de debajo del capó, de los neumáticos, y yo echando mano del paraguas que era lo único de lo que disponía como arma punitiva, y saliendo al encuentro de mis cuatro adversarios. Sin miedo. Decidido a correr la suerte que me cupiera en desgracia. A morir si era necesario. Pero peleando.
- Cuatro mequetrefes de mierda puede que tengan el cerebro lleno de serrín, pero en un intercambio de golpes y patadas te pueden dejar hecho un pingajo.
- El caso es que cuando me acerqué al BMW, y ya me disponía a citarme con ellos para la lucha, el panorama con el que me encontré fue sencillamente desolador. Ni rastro de estos. En su lugar un señor calvo y canoso, y en el asiento de al lado la que parecía ser su esposa, llorando aterrorizados, así como la anciana y el niño que viajaban en la parte de atrás. Los ojos fuera de sus órbitas de puro pánico.
- Madre mía.
- Sí, en algún momento los cuatro jóvenes me habían dado esquinazo, y mi cerebro, ansioso, encelado en la procura de la presa, los sustituyó sin contemplaciones por otro de los muchos BMW negros que circulan por ahí, y que dio la casualidad de que en ese preciso momento se pusiera a tiro.
- Casualidades como esas son las que desencadenan las grandes tragedias de este mundo.
- No te quepa duda, amigo. Pero hay casualidades y casualidades. Unas se encuentran y otras se buscan. Esas, las segundas, son de las que menos estamos a salvo.
- Los momentos posteriores debieron ser muy embarazosos.
- Naturalmente, al ver lo que había estado a punto de hacer, me eché yo también a llorar a lágrima viva. Y créeme, no pasa día que no le dé gracias a Dios por haberme permitido salir con bien de aquella. En verdad que, la silla de ruedas, la cárcel, o incluso los gusanos del cementerio municipal, hicieron cábalas aquella tarde por ver de quien se llevaría el gato al agua.
- ¿Y no te denunciaron, ni nada?
- Bueno. Pedí perdón de todas las formas y maneras imaginables, e incluso allí mismo les firmé un cheque de varios ceros, en concepto de reparación económica por los desperfectos en su automóvil, pero también y sobre todo moral, para que entre todos hiciéramos tabla rasa de aquel lamentable incidente.
- Tuviste mucha suerte. Otro, con menos paciencia, y más conocimiento del código penal, y de los mecanismos de la justicia, te hubiera podido poner en un serio aprieto.
- Lo sé. Lo sé. Fue… Fue una gran cagada.

Durante unos segundos apenas pude apartar la vista del suelo. Hay recuerdos que duelen y recuerdos que además avergüenzan. Este era uno de esos.
Un baldón en la hoja de servicios de alguien a quien en su entorno inmediato, se le juzga por persona sensata, equilibrada, bien avenida con las normas de conducta sociales. De recto proceder.
Yo no era como el “Lagartijo”, por más que a través del parecido con mi padre, se pudiera establecer una conexión genética, o como les gusta apuntar a los estudiosos de la ciencia forense, de tipo morfológico. Esa clase de gente que actúa a sangre fría, sin dedicarle más atención al asunto de la que se deriva del hecho en sí. Esa no era, desde luego, la clase a la que yo pertenecía.
Tal vez yo fuera más asimilable al “luso”, más preocupado de las circunstancias, de lo ornamental, indispuesto a rematar en el suelo a una bestia agonizante, por aquello de conservar las formas. Aún conociendo perfectamente que esa es la finalidad de la fiesta.
Si mi padre, el verdadero, todavía viviera, tal vez yo nunca hubiera caído en esta espiral de degradación. Su autoridad, su manto protector, ese carácter expeditivo que, por contraposición, me proporcionaba la liberad de poder seguir esquivando mis propios compromisos, había, muy probablemente, ejercido una influencia excesiva. Había sido la clase de referente que le impide a uno tomar una conciencia ajustada de sí mismo. Que le impide forjarse un perfil en base a datos reales.
Durante más de cuarenta años mi postura había sido la de desentenderme de todo aquello que implicase ensuciarse las manos. Eso fue lo que hice con Lourdes, y lo que en realidad no soportaba de ella, era ese haberse desplomado sobre la arena de la plaza, poniendo fin a la faena, a los sobresaltos y a los aplausos. Esperando ya tan sólo de mi que, con mano firme y un certero golpe de muñeca, la convirtiera en carne al por mayor, y alimento de otras bocas inocentes.

- ¿Quieres otra cerveza? ¿Más palomitas? – me inquirió Celestino. Sacándome en ese punto de tan hondas y fangosas reflexiones. De lo que no dejaré de estarle agradecido.
- No, gracias. No sé que hora es, pero seguro que es tarde ya.
- Las once.
- Será mejor que vuelva a casa, me dé una ducha y vea de cenar algo antes de irme a la cama. Mañana debo madrugar.
- Bueno. Cuando quieras… Ya sabes que estamos por aquí.
- Una vez más, gracias.
- ¿Por?
- Por escuchar a un perdedor como yo.
- En absoluto me debes nada. He pasado un buen rato. De hecho, me gustan los perdedores. Tienen una historia que contar. A los ganadores se les dan generalmente los guiones ya escritos de antemano. Puede que nuestras vidas no sean una película de aventuras al uso, tal vez sean del género triste, o incluso de risa…
- O de indios y vaqueros, como en mi caso.

Celestino sonrió, y sacó a relucir de nuevo toda la humanidad de la que su mirada iba impregnada.

- Prométeme que no volverás a pisar un coche bajo los efectos de la burricie.
- Prometido.
- Te tomo la palabra.
- A partir de mañana mismo seré un hombre nuevo. Mejor dicho, volveré a ser yo mismo. No me conformaré con menos. Garantizado
- Mañana será otro día.

Y así, sin que hiciera falta que me guiara físicamente hasta la salida, el espíritu bienhechor de aquel acomodador, de Celestino, me acompañaría por todo el ya deshabitado centro comercial hasta la puerta del aparcamiento.
Y una vez allí, al observar mi coche, solitario, como durmiendo un sueño lleno de paz y sosiego, tan ajeno a mis cuitas, quise creer que yo, y por ende el propio concepto de mi mismo, habíamos por fin despertado a algo de verás importante. A un estadio superior, y desde luego muy diferente, en donde no habría ya más motivos para llamarse a engaño. En el que estaría más a gusto.

4 comentarios:

Merce dijo...

Todos deberíamos encontrarnos de vez en cuando con un acomodador como el tuyo...

Qué fácil puede ser contarle a un desconocido cosas que no el contarías a tu mejor amigo...

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Tus personajes tragicómicos son geniales. ¡Los bordas! Me has sacado la carcajada en un día de lo más tonto que tengo.

Besillos,

Natura dijo...

Quién pudiera encontrarse con un Celestino más seguido ;)

Me gusta el humor negro y giros de tus historias. Son muy atrapantes.